26.12.08

Contra el sinsentido

Segundo sinsentido: “libertad de expresión es decir lo que uno quiera”. Aunque suene paradójico, no podemos tolerar la intolerancia y así, la libertad de expresión no protege cualquier dicho, como el que incita a la violencia.

En Diasiete

22.12.08

Contra el sinsentido

Primer sinsentido: “la moral es subjetiva”. La moral no puede ser subjetiva porque no hay moral sin el otro, siempre es cosa de varios, de compartir valores y principios.

En Diasiete

11.12.08

No es el sol, son las antorchas

En diciembre los cursos semestrales se terminan. La mayoría de los alumnos descansa para seguir con su ruta académica semanas después, unos más se titulan. Desgraciadamente también, y con la actual crisis aumenta el número —me consta—, otros tantos se plantean dejar la escuela para ayudar en casa a sortear la escasez. Así, a nadie sorprende que mientras unos vacacionan en Europa y Asia otros hacen mandados, limpian mesas, manejan un taxi y guardan los libros, los apuntes, las esperanzas de titularse.

Los profesores también descansan. Algunos revisan los guiones de sus clases y en el mejor de los casos los transforman y se preparan para regresar a las aulas y enseñar mejor. Otros se olvidan de la escuela y confían en su conocimiento ecuménico e inamovible. Son los que anquilosan el conocimiento.

Antes de dejar entre renglones las aulas, sin embargo, los profesores se enfrentan a la evaluación, señalan el valor de algo. La mayoría, mecánicamente, pone números y entrega las actas sin preguntarse, asunto fundamental, qué es lo que calculamos cuando damos una calificación, a qué le damos peso y valor, ¿al nuevo conocimiento de los alumnos? ¿A su dedicación durante el semestre? ¿A los objetivos alcanzados —si es que se esbozaron—? Evaluar es arduo, cientos y cientos de páginas que leer, horas de exposiciones, faltas y faltas de ortografía, poca coherencia, incapacidad argumentativa, pereza, desfachatez —y sería injusto callar, unos cuantos alumnos brillantes, muy pocos, para desgracia de todos—. El nivel es bajo, si el baremo fuera lo que el profesor entiende como bueno tendría que reprobar a casi todos. Pero claro que ese no puede ser el parámetro. Para empezar, tenemos que reconocer que el bajo nivel de los alumnos —tanto de universidades privadas como públicas— viene de lejos y no se debe únicamente a su falta de voluntad ni de disciplina —aunque también tiene que ver—. Los alumnos mexicanos, no podemos cerrar los ojos, acuden durante 15 años a clases desastrosas —siempre se salva alguna— y la otra mitad del tiempo la pasan viendo programas de televisión o videos en YouTube sosos, repetitivos, poco imaginativos, en casas sin libros, leyendo, si acaso, historietas o periódicos amarillistas.

Antes de rellenar las actas sería bueno preguntarse sobre lo que tenemos que evaluar cuando evaluamos, y no puede ser el fracaso de nuestro sistema educativo, el abandono en el que el Estado tiene a sus jóvenes —¿cuál será mejor metáfora del deterioro, las aulas sin paredes con pupitres raídos o los estudiantes sin apenas conocimiento de, por decir algo, su lengua: el abandono de la infraestructura o el del hombre?—.

Qué hacemos ante la debacle, cerramos los ojos y dejamos que sigan titulándose personas incapaces, o reprobamos a la mayoría para que repitan y repitan cursos en un sistema que no los forma. No hay salida, el círculo viene dando vueltas hace tiempo y tritura, como un molinillo de pimienta.

No podemos juzgar la desgracia educativa del país en la libreta de calificaciones de los individuos. Por lo tanto, asumiendo el nivel de subsuelo, construimos un índice alternativo, como el Índice Metropolitano de la Calidad del Aire (IMECA) o como los índices de pobreza o de desempleo, tan especiales en nuestro país. Elaboramos, pues, un parámetro sui géneris de la mediocridad y saca siete quien debiera sacar tres.

Los muchachos no saben escribir, y el asunto no está en los acentos y las letras, no preocupa tanto que cambien "a" por "ha" o "ves" por "vez". Preocupa la estructura de sus frases, que son un espejo de la estructura de su pensamiento, el cual, a juzgar por sus oraciones, es poco claro, obtuso, ilógico. El Imperativo Categórico es útil, igual que el contrato social, para que personas lúcidas sepan cómo actuar pero, ¿qué hacemos ante la oscuridad en el pensamiento? Inventamos una ética no racional para que sepan cómo actuar las personas —esto no tiene sentido, conductismo y ética se contraponen— o hallamos cómo echar luz. La primera es la vía de las televisoras, la publicidad y de la democracia mercadotécnica que apela a las pasiones —miedo, deseo, esperanza, etcétera—. El otro es el camino cuesta arriba, el del humanismo que, como Prometeo, va irrigando luz. Pero justo ésa es la pregunta: cómo iluminar el valle oscuro, no podemos pensar en la metáfora del amanecer, de un sol que se levanta y lo ilumina todo, me imagino más un cúmulo de personas con antorchas pasando frío.

Además de enseñar técnicas e historia, tenemos que enseñar a redactar, a dar argumentos y construir diálogos, que no es otra cosa que enseñar a pensar y a ser cívico. Que las calificaciones las ponga la realidad, si aumentamos la democracia y reducimos la desigualdad habremos aprobado, no así si seguimos por el camino de la barbarie. Una persona solidaria dice más que un 10.

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