26.6.09
Loa de la incertidumbre (tercera parte)
11.6.09
Loa de la incertidumbre (segunda parte)
Decía en la primera parte de este artículo que la desconfianza en la incertidumbre se basaba de alguna manera en la crisis general que le hacía sombra a la Europa de aquella época —siglo XVII—. Aquí veremos que esta desconfianza también hallaba sustento en la forma como se entendía el escepticismo —bastante determinada por la idea que se tenía de conocimiento—.
En buena medida, podemos decir que en el siglo XVII, gracias a René Descartes, se hizo a un lado el hasta entonces común escepticismo pirrónico y se batalló, sobre todo, contra alguna forma de escepticismo académico. Las diferencias son notables pues, por un lado, los pirronistas no afirman que conocer sea posible, pero tampoco se aferran a la idea de que conocer es imposible. Así, afirmar cualquiera de las dos opciones, dicen, sería puro dogmatismo. “Los pirronistas son incrédulos y libres de toda doctrina. Ninguno ha dicho ni que todas las cosas son incognoscibles ni que las cosas son cognoscibles” dice Fotio de Constantinopla en su Biblioteca. De hecho, siguiendo al patriarca Fotio, podemos decir que los pirronistas ni siquiera aceptan la idea de que lo único determinado es que nada está determinado.
A diferencia del pirrónico, el escepticismo académico, contra el que Descartes lucha, afirma que conocer el mundo exterior es imposible. Tal presunción se basa en que —como el mismo Descartes explica en la primera de sus Meditaciones metafísicas— los sentidos suelen engañarnos y, por lo tanto, no parece posible tener seguridad de que los datos que por sí solos nos aportan sean verdaderos. En este sentido, Rorty nos dice: “el escepticismo tradicional se había inquietado principalmente por el 'problema del criterio'… este problema, que Descartes pensaba que había resuelto él mismo con 'el método de las ideas claras y distintas', tenía poco que ver con el problema de pasar del espacio interior al espacio exterior”.
El escepticismo contra el que lucha Descartes tiene implicaciones paralizantes y, a diferencia del pirrónico, que nos abandona en un mundo de criterios dudosos cuya verdad es meramente convencional, el escepticismo del siglo XVII nos deja sin mundo.
Pero no hay que perder de vista que tal escepticismo cobra fuerza en la raíz misma de la teoría del conocimiento que surge en el siglo XVII. Para Aristóteles, el conocimiento era la identidad entre la mente y el objeto conocido; así, el problema de la verdad, más que epistemológico, era metafísico: la verdad dependía del objeto conocido, ya una forma perenne o contingente. En cambio, para los filósofos del siglo XVII el conocimiento era una representación cierta en el, como diría Rorty, ojo de la mente. Certeza que dependía del juicio hecho por ese observador interior.
Este brinco conceptual, sin duda, permite la existencia de un escepticismo más virulento: ¿cómo saber que las representaciones que vemos en el escenario interior tienen alguna relación con el mundo si nuestros sentidos, por medio de los cuales obtenemos tal representación, suelen engañarnos? “Toda teoría que entienda el conocimiento como exactitud de la representación, y que afirme que sólo se puede estar razonablemente seguro sobre las representaciones, hará inevitable el escepticismo”, señala Rorty.
Este nuevo programa de conocimiento, la epistemología, cuya misión es, según Rorty, pulir el espejo interior para lograr representaciones más claras, halla en la lógica y las matemáticas un manantial de supuesta certidumbre con cierto poder predictivo. A partir de entonces algunos métodos de investigación se consideraron serios, racionales, mientras que otros, los que buscaban lo razonable, fueron menospreciados como simple literatura, “las cuestiones de coherencia formal y de prueba deductiva fueron adquiriendo así un prestigio especial y lograron una cierta certeza que nunca pudieron reclamar para sí otros tipos de perspectivas”, nos dice Toulmin.
Así, con el paso del tiempo los filósofos académicos llegaron a considerar que autores como Michel de Montaigne no eran en absoluto filósofos. El sueño racional se encumbró. A partir de entonces se depositaron muchas esperanzas en la razón humana, pues no sólo nos alejaba de las bestias, sino que parecía salvarnos de la incertidumbre, ya no sólo teórica, sino cotidiana. De esta esperanza surgieron algunos sueños racionales que veremos en la última parte de este artículo, como la construcción de una lengua universal para que los seres humanos expresáramos claramente y sin errores nuestras ideas.
En Campus
4.6.09
Loa de la incertidumbre (primera parte)
Fue hasta el siglo XVII que la razonabilidad como método de investigación fue expulsada del ámbito de la razón por ser, supuestamente, un camino laxo que llevaba sin remedio a conclusiones inciertas. No de otra forma, los discursos que carecían de rigor científico —matemático— fueron calificados y descartados como meras narrativas sentimentales.
A partir de entonces y hasta hace muy poco se dijo que a la razón sólo concernían las investigaciones serias, claras y ciertas. Sin embargo, aún en el siglo XVI, los argumentos razonables y bien sustentados tenían en el mundo del conocimiento humano tanta aceptación como las demostraciones matemáticas. Los humanistas confiaban plenamente en la retórica como un instrumento para librar obstáculos, al mismo tiempo que desconfiaban de la lógica como instrumento para resolver dilemas morales.
Así las cosas, no era raro encontrarse discursos como el ensayo Del arte de conversar, de Michel de Montaigne, en el cual el conocimiento lógico era tachado de meramente formal, como algo inútil para resolver los problemas de los hombres, “¿quién es capaz de no desconfiar de las ciencias, y quién no duda si de ellas puede sacarse algún fruto sólido para las necesidades de la vida, considerando el empleo que del saber hacemos?”, se pregunta. Y continúa: “¿quién ha conseguido un entendimiento con la lógica? ¿Dónde concluyen tantas hermosas promesas?”, si la lógica, al fin y al cabo —dice Montaigne con palabras de Cicerón—, “no enseña a vivir mejor ni a razonar más ventajosamente”.
La incertidumbre era bien acogida en 1580, cuando Montaigne publicó los primeros dos volúmenes de sus ensayos. Entonces se podía afirmar que la verdad no era el objetivo de las investigaciones humanas, “no está la verdad, como Demócrito decía, escondida en el fondo de los abismos, sino más bien elevada a una altura infinita, en el conocimiento divino”, escribe Montaigne. Así, “el mundo no es más que la escuela de la búsqueda”, concluye.
Sin embargo, en el siglo XVII algo aconteció que muchos dejaron de sentirse confortables con la posibilidad de que la incertidumbre pudiera convivir con el conocimiento.
Tanto Stephen Toulmin como Richard Rorty, muy críticos los dos con el mundo de la certeza que se comienza a construir a partir del siglo XVII, creen que fueron dos hechos históricos —muy ligados entre sí— los que ayudaron a que la retórica y lo razonable fueran desterrados del ámbito de los métodos de investigación: primero la crisis institucional que se vivía en Europa tras la Reforma protestante y, después, la terrible situación política, económica y humanitaria de la Guerra de los 30 Años y la subsecuente posguerra; al mismo tiempo, además, los sucesores de Copérnico ponían en duda el sistema cosmológico que ordenaba el mundo. Europa estaba sumida en una crisis general. Así, Rorty afirma que “el giro epistemológico realizado por Descartes quizá no se habría adueñado de la imaginación de Europa si no hubiera sido por una crisis de confianza en las instituciones establecidas”.
Toulmin, por otro lado, nos comenta: “en una Europa dividida por la guerra, la modestia de los humanistas del siglo XVI acerca del intelecto humano, y su gusto por la diversidad y la ambigüedad, se consideraban un lujo”. No de otra forma, “la aparente certeza de los métodos matemáticos de Galileo tenía un atractivo natural, y pronto éstos se extendieron”.
El giro epistemológico de Descartes al que Rorty se refiere es fundamental para el encumbramiento de la certeza. Hasta Montaigne, el escepticismo pirroniano era bien tolerado: se negaba la superioridad de una teoría sobre otra, había, por llamarlo, como lo hace Toulmin, escepticismo por la teoría, que “tuvo sus seguidores a finales del siglo XVI… y constituyó un reto para los pensadores y los escritores más jóvenes (René Descartes y Blaise Pascal, entre otros) que veían el mundo de otra manera”.
Cuando Galileo dejó la física especulativa y se dedicó a las mediciones precisas del movimiento de los cuerpos, logró postular la ley de la caída y de la trayectoria parabólica de los mismos —corría el siglo XVII—. Al hacerlo de una manera estrictamente matemática, “compuesta de deducciones formales que cumplían una cierta necesidad lógica”, señala Toulmin, “su nuevo método parecía proporcionar una manera de superar las incertidumbres, ambigüedades y desacuerdos que la gente había tolerado —e incluso disfrutado— en el ámbito de las humanidades”.
Descartes se sumó al proyecto de Galileo enseguida para intentar salvarse de la incertidumbre, el nuevo método se irguió como superior y descartó los demás. La incertidumbre y la razonabilidad eran expulsadas del conocimiento, Complicándole la vida a la filosofía moral. Ya volveremos al punto en este espacio.
En Campus