30.3.09

Semidioses de basura

Comencemos de forma ordenada, propondré tres prolegómenos: 1) bastan tres meses, dice un reporte de prensa, para que un joven pase de vendedor ambulante a sicario del narcotráfico, puesto de trabajo que le deja, obviamente libres de impuestos, 10 mil pesos a la semana. Más o menos el salario de un mes, según el tabulador de la UNAM, de un profesor de tiempo completo asociado B (sin sumar estímulos).

2) Otro reporte afirma que la crisis expulsará a un amplio número de estudiantes de las escuelas privadas, muchos irán a la educación pública, que por más que la denosten puede ser buena opción (según los casos). Desgraciadamente, otro buen número de estudiantes preferirá escuelas patito, de las que conocemos, por decir lo menos, su mediocridad: son una estafa. El reporte no nos dice cuántos estudiantes dejarán la escuela pública para sólo trabajar, pero podemos suponer que los habrá, esperemos que no en grandes números.

3) La educación es fundamental para romper la exclusión social y la desigualdad.

Bien dice el economista Adolfo Figueroa que para comenzar a romper el círculo de exclusión necesitamos desempacar la escuela y enseñarle a los excluidos “aquello que la escuela da por partes, y esas cosas que son importantes, como el manejo numérico y la capacidad de lectura”, lo que les permitirá generar, a pesar de que el Estado no garantiza sus derechos, oportunidades de mejorar sus condiciones de vida y de ser felices. Pero claro, para que sea posible este salto cualitativo es necesario persistir, esforzarse, ser paciente y creer que la honestidad es valiosa y debe perseguirse porque da satisfacciones. Pero la evidente injusticia: nadie juzga a los corruptos y a los delincuentes que gobiernan; la clara injusticia pública del nepotismo y el tráfico de influencias que coloca en buenas posiciones salariales (digamos diputados) o empresariales (recordemos, al menos, a los hijos de la esposa de Fox) a los familiares de la clase política, genera por lo menos una pregunta: ¿la honestidad es sólo una virtud para los marginados? No.

El narcotráfico abre las puertas del ascenso social en pocos meses, lo único que se necesita es dejar de preocuparse por los valores, y no es difícil frente al desamparo y la desigualdad, ¿para qué ser honesto en un país de injustos? Y seguramente subir tan rápido y tan joven deslumbra. De no tener nada, o muy poco, en 90 días los nuevos sicarios pueden dispendiar, sobornar, matar, ejercer poder. En pocas palabras, imitar a la clase política, empresarial y farandulera en su soberbia, desdén y altanería.

Terminar una carrera no abre las puertas del futuro. Hoy es necesario persistir, bajar las miras, ir poco a poco. Buscar trabajo en sitios inimaginables y lejos de la vocación, pero claro, la vocación primaria, el instinto, es sobrevivir.

Las clases sociales en México se detestan porque, entre otras cosas, no se conocen, conviven poco. La escuela pública tiene esa ventaja sobre la privada, acerca a los distantes, permite desmitificar a la otra parte. Para respetar al otro primero necesitamos conocerlo. México requiere más escuela pública como entorno para un diálogo entre los distintos. Como espacio público. Quizá la crisis nos abra esta oportunidad al llevar a los alumnos de las escuelas privadas a las públicas.

Lo que no dice Adolfo Figueroa, porque su análisis es económico, es que la educación no sólo ayuda a romper la exclusión, también genera cohesión y puede abrir las puertas de los valores, pero no adoctrinando, enseñando ética, que no es otra cosa que la justificación del deber ser frente al ser. Es un proyecto que asume que la mejor forma como los distintos pueden estar juntos es respetando la idea de ser humano y protegiendo a cada persona.

Si queremos que los jóvenes que padecen la terrible desigualdad de este país dejen de seguir las vías rápidas que les abre el narcotráfico, es menester generar oportunidades de mejorar la vida, pero también, y esto no podemos dejarlo de lado ni olvidarlo, exigir que se termine la impunidad y despreciar la soberbia, la altanería y el desdén de quienes se sienten aristócratas porque está mal, es incorrecta e inmoral.

Seguramente los jóvenes sicarios no siguen la carrera de asesinos porque quieren ser como El Chapo —escondido y perseguido—. Más bien quieren ser como futbolista, o como hijo de político, o como actor de telenovelas: desayunar champaña rodeado de mujeres mientras desdeñan a los mortales. Sin embargo sucede que la sociedad es de los mortales, de los iguales en derechos y libres. Así pues, descalifiquemos moralmente a esos semidioses de basura que la televisión ensalza y enseñemos ética en una escuela pública que cada vez será —por la crisis y las altas colegiaturas— más plural y solicitada.

En Campus

12.3.09

Refundación o matadero

Los mexicanos del siglo XXI heredamos del proceso histórico que ha forjado nuestra realidad una dicotomía que urge desmantelar: la que hay entre gobierno —clase política— y ciudadanos de a pie. Así, es importante reconocer que los bienes de la nación no son del gobierno, son nuestros; que las leyes no las imponen los gobernantes, las legislamos todos; que las políticas sociales no son dádivas de los jerarcas, sino distribución de la riqueza.

Nacemos en una sociedad organizada bajo normas que nos damos, no estamos juntos por azar, más bien nos reunimos en pos del bien común, en busca de la justicia, que, sin duda, es la virtud fundamental de toda sociedad política.

Aristóteles, por ejemplo, si bien defiende en su Política la esclavitud como algo ajustado a la naturaleza —asunto que no debemos justificar, pero sí comprender en su contexto—, entiende que la polis congrega a los ciudadanos —aquellos libres, que pueden ser elegidos— para alcanzar la utilidad común: “la polis es la asociación de familias y aldeas para una vida perfecta…y ésta es, como decimos, la vida feliz y bella”, la vida justa, las oportunidades de realizar la propia idea razonable de bien.

Si estamos juntos, pues, es porque creemos que la buena vida humana sólo es posible en sociedad, si viviéramos solos, cada quien por su lado, no tendríamos hospitales ni universidades ni teatros ni imprentas, por no decir que sería imposible mantener un diálogo, cultivar un lenguaje. Ahora claro, esta vida buena no se alcanza en cualquier sociedad. Sólo es posible en aquella que tiene como finalidad el bienestar. Esto último debemos subrayarlo porque también hay —sobran— sociedades que no buscan el bien común, sino afianzar los intereses de unos cuantos, que no es otra cosa que injusticia. Así es el México de hoy, así ha sido siempre, nunca la justicia apaciguo nuestros valles y lagunas.

Aristóteles tiene claro todo esto y por eso nos dice en el libro tercero de la Política que el fin de la polis es el bien vivir: “puesto que en todas las ciencias y las artes el fin es un bien, principalmente y sobre todo lo será en la principal de todas, y esa es la actividad política. Y el bien político es lo justo, es decir, el bien común”.

Qué poco entendemos los mexicanos esto. ¿Cómo es posible que alcancemos el bien común si no tenemos conocimiento de que estamos juntos con ése propósito? En realidad si convivimos es porque así nos tocó, es culpa del destino y no un acuerdo político, es capricho y no proyecto, es desgracia y no esperanza, es temor y no consuelo.

“No es tarea menor reformar un régimen que organizarlo desde el principio”, escribe Aristóteles. Frente a la debacle de nuestra transición democrática —no podemos cambiar sin anhelo, desganados, llenos de hastío y en la zozobra, y menos todavía con los mismos al mando (porque los ex priistas están en todos lados)—. Y porque no es tarea menor, quizá en lugar de reformar debiésemos refundar. La idea no es nueva. Thomas Jefferson, por ejemplo, insistía en que ninguna sociedad puede escribir una constitución perpetua y que la Tierra pertenece a la generación viva. Así, defendía que cada generación estadunidense debería hacer transformaciones profundas a su constitución.

Pues los mexicanos necesitamos darnos normas y creer en ellas. Esto no es otra cosa que entender que sólo bajo su regulación alcanzaremos cualquier posibilidad de bienestar. No sé si refundar pasa forzosamente por transformar profundamente nuestra Constitución. Sin embargo, si tal procedimiento constituyente ayudara a fortalecer el apego de los ciudadanos a sus leyes y despertara una ola de civismo y anhelo, si despertara aprecio por las normas y entendimiento de las mismas. El proceso no sería vano.

Desgraciadamente, no podemos encargarle a quienes hoy legislan esta tarea, la nueva Constitución tendría que venir de los ciudadanos, de discusiones en cada pueblo y cada barrio, para que la gente efectivamente se sintiera partícipe del pacto, del nuevo orden, de la transición, de refundar nuestro país y, sobre todo, para que renaciera la confianza.

La justicia es posible, también vivir mejor. Es asunto de aceptar nuestras diferencias, respetar los distintos estilos de vida y creer en las leyes como la posibilidad de ser libres y aumentar el bien común. Todo lo demás es aquelarre, tranza en lo oscurito, pantomima, un estar reunidos como vacas en el matadero: sin salida, sin entender nada, entregados a la desgracia.

en Campus

5.3.09

No tenemos que ser egoístas

Vivimos en el mundo de los egoístas y nos parece normal, por cierta noción confusa de individualismo: “sólo pienso en mí y está bien”. Esta idea no puede sino ser el final —que no finalidad— de toda sociedad con espacio público. Si somos estrictos, nada común puede existir en una sociedad de egoístas. Y este espacio común al que me refiero no es representado únicamente por Chapultepec, el Zócalo, Teotihuacan, las playas —que en la práctica muchos hoteles hacen privadas—. El espacio público más importante no es físico, no está en el ámbito del ser, sino en el de los proyectos, en el del deber ser. Así, en ese espacio común están las leyes y, más importante todavía, el espíritu en el que se fundan, que debe ser una noción entendida y en términos ideales, justificada por todos. A su sombra se debe ejercer el poder. Lo contrario sólo abre la puerta de la violencia.

En este tenor, por ejemplo, subrayó Joseph Ratzinger lo siguiente en un diálogo que sostuvo con Jürgen Habermas antes de ser Papa: “el poder ejercido en el orden del derecho y a su servicio está en las antípodas de la violencia, entendida ésta como poder sin derecho y opuesto a él”. Poder sin derecho y opuesto a él, ahí se encuentra el manantial —que más bien borbotón— de la violencia. Cuando los egoístas reinan no queda espacio para el diálogo, los acuerdos, la palabra, sólo los cuernos de chivo y las granadas de fragmentación hablan. La violencia puede tener dos finales, la paz perpetua, entendida no como lo hacía Immanuel Kant, sino como el campo plagado de muertos donde ya no quedan voluntades, un cementerio pacífico donde yacen los egoístas que se exterminaron entre sí, el fin de la historia, o puede terminar bajo el deber ser de la ley y la moral: la violencia no cabe, o, como dice el hoy papa Benedicto XVI, está en las antípodas del espacio común.

¿Y cómo hemos llegado tan lejos? Creo que nunca hemos sentido como común el espacio común. Además, el deber ser “acordado” sigue lejos de convertirse en un derecho real —practicable— y sigue plasmado en la constitución como un mero derecho formal. Los egoístas no hallan razón para ser solidarios, para participar en el mundo que construimos todos y por eso es el cinismo más ramplón el que avanza y por eso también la violencia se desboca.

Abordemos ahora el asunto del egoísmo, del que muchos, sin razón, dicen que es natural a la psicología humana y así afirman: “no podemos actuar sin ser egoístas, todo lo hacemos por interés propio”.

Aristóteles definió “egoísmo” en su Política de la siguiente manera: egoísmo “no consiste en amarse a sí mismo, sino en amarse más de lo que se debe”. Este punto es fundamental, pues ahí justo se halla la trampa de los que defienden que el egoísmo es inevitable, el interés propio no es lo mismo que el egoísmo. Si una persona se siente enferma y acude a la consulta de un médico es claro que lo hace por interés propio, quiere sentirse mejor, pero no que lo hace por egoísmo. Ser egoísta no es sólo pensar en uno mismo, es no pensar en los demás. En este sentido, ser solidario, respetar y contribuir con la fortaleza de lo común no se explica desde el abandono del yo, claro que pensamos en nosotros mismos cuando defendemos el derecho y la expulsión de la violencia, pero también pensamos en los demás. Los egoístas no tienen un cálculo racional sobre el futuro, van por la vida sin preguntarse qué vía de acción es la correcta, piensan que se los dicta su ser: “lo correcto es lo que yo quiera”. Pero, claro, cuando lo que yo quiero no es lo que tú quieres, cuando no tenemos normas para decidir qué es justo hacer, entonces sólo nos queda empuñar la cimitarra, jalar el gatillo y disparar la ráfaga. La violencia es el triunfo de la injusticia.

Vivimos en el país de los egoístas, de aquellos que no se preocupan más que por su bienestar inmediato, porque en cualquier plan medianamente racional, pensar en los demás es mejor que entregarse al festival del yo. No hay forma de construir proyectos comunes si no dejamos atrás esta idea equivocada de que sólo podemos ser egoístas, no es cierto, sobran ejemplos de conductas humanas en las que los sujetos hacen por los demás cosas incluso a pesar de dañarse a sí mismas. El egoísmo es animal, los perros no comparten sus croquetas, nosotros sí podemos compartir el vino y el pan. Pensar en los otros es el camino de la humanidad.

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