27.8.09

Cacerolazo: exhorto a la indignación

Aquí he loado el silencio, he defendido la prudencia, la razonabilidad, la amistad civil, entre otras muchas virtudes que, entiendo, deben pretender los ciudadanos para lograr la realización de su propia excelencia (areté dirían los griegos) y la de la polis. Hoy, por razones que expondré más adelante, me resulta urgente subrayar la necesidad de la indignación. Y es que los ciudadanos no sólo deben actuar de forma tal que sus acciones se encaminen al bien público. También es necesario que sepan indignarse frente a aquellos que violan todo acuerdo y ponen incluso en riesgo la posibilidad de que éste continúe en pie.

La indignación es una señal contundente de desaprobación, es la voz del enojo que no quiere ser violento pero sí categórico, expreso, contundente. La indignación es un ultimátum, el último paso de los razonables antes de romper los vínculos que nos unen con los otros, que si bien viven en nuestra sociedad, no la respetan.

Además, la indignación, —ya que funciona como sanción moral— es parte del proceso de introspección de conductas. Bien dice Norbert Bilbeny en La revolución en la ética que “la ética no es el derecho: tacto y mirada intervienen, pues, en la parte más viva de la sanción personal. Sufrimos con mayor impaciencia la retirada del saludo o el desvío de la vista que la condena de un tribunal”. Si no nos indignamos frente a los abusivos, los violentos, los desaprensivos, de cierta forma abandonamos la responsabilidad cívica de defender la justicia, que obviamente no es asunto dado, sino lucha constante, la justicia es un proyecto cotidiano que fácilmente se viene abajo si nos descuidamos.

Es bueno ser consciente de que no existe condición tal donde la justicia se perpetúe a sí misma como un perpetuum mobile. Retirémosle la palabra a los corruptos, basta de condescendencia.

Cuando todo se desgaja, llega un punto en el que es suicida conducirse de acuerdo con las normas que supuestamente rigen la convivencia; no podemos seguir actuando así cuando constatamos que los otros contravienen lo acordado: ser moral no es ser ingenuo, aunque a los vivales les parezca que lo somos porque toleramos ciertos abusos en pos de mantener el acuerdo.

Ahora, antes de la ruptura, que tiene consecuencias muy nocivas, ha de venir la indignación. Si ésta fracasa no queda más que empuñar las armas, y no lo digo en sentido revolucionario, digo empuñarlas para defender la propia vida: cuando los acuerdos que legitiman el Estado se rompen, el Estado se desbarata. Así, el mexicano no es un Estado fallido, sino desvencijado. Y lo digo literalmente: desvencijar, dice el diccionario, es “aflojar, desunir, desconcertar las partes de algo que estaban y debían estar unidas”.

Así, insisto en que los que corren son tiempos de indignarnos, después sólo quedará la trinchera y, claro, aquellos que hoy día ya ignoran el acuerdo tendrán ventaja: años de experiencia, más armas y menos corazón.

Dije hace unos párrafos que expondría las razones por las que, creo, es hora de indignarse: debemos indignarnos ante el fingimiento, basta ya de que, a todas luces y sin pudor, aquellos que gobiernan violen la ley; deben terminarse el doble discurso, la ineptitud, la desvergüenza, el egoísmo. Es hora de indignarnos frente al dispendio. ¿Cómo que Los Pinos dobla su gasto corriente en tiempos de crisis, cómo que los partidos recibirán un presupuesto 20 por ciento más holgado en 2010?

Debemos indignarnos frente a la violencia, la violación de derechos humanos, por Acteal, por Hermosillo, por Guerrero, por Juárez, por la falta de planeación: la crisis de Pemex se venía desde hace años, la del agua comienza a sufrirse, necesitamos ya un think tank del agua, un water tank para buscar soluciones hoy y ponerlas en marcha.

Debemos indignarnos frente a la incapacidad de cambiar nuestro modelo educativo, que pasa forzosamente por la corrupción del sindicato de maestros y su dirigencia: un país sin educación no tiene sentido.

Y debemos indignarnos frente a la indiferencia, los cotidianos “¿yo por qué?” que le hacen eco a Vicente Fox. Basta también de corruptos, de evasión de impuestos, de tráfico de influencias.

Es hora de dar cacerolazos para mostrar que estamos indignados, todas las noches a la misma hora: aporreando la cacerola y la sartén, que suene una cencerrada ciudadana, un ruido estremecedor y vigorizante que nos permita darnos cuenta de que la indignación no es únicamente la mía, sólo la tuya, sino la de un pueblo que no puede más ante el despilfarro y la descarada ostentación de faltas y vicios de sus dirigentes, ante la violencia sin compasión de los delincuentes, ante el hambre y la miseria.

Pero nuestra sociedad es tímida, recatada, desorganizada. En ella indignarse es dejar que se desborden las pasiones que, según nos educaron, han de estar controladas; indignarse, pues, es de mala educación. Pero no podemos pasar del desacuerdo a la violencia una vez tras otra. Más vale abollar cacerolas que incendiar alamedas; aprendamos, pues, a indignarnos, mañana, a las ocho, cuando quieras, en la ventana de casa.

Claridad, concisión y rigor

Decía en el artículo anterior que una virtud fundamental tanto del ensayo como de la conversación es la coherencia. Resulta sustantiva, entre otras cosas, para que los ciudadanos puedan expresar sus intereses, lo que permite que sean parte de la discusión pública.

Pues igual que es importante la coherencia, también lo son las virtudes que abordaremos hoy: la claridad, la concisión y el rigor. Ayudan a dialogar, a ser democrático, respetuoso de los demás, razonable, tolerante y, sobre todo, ayudan a ser escuchado, a comunicar los propios intereses y deseos.

Hablemos de la claridad. Wittgenstein afirma en su Tractatus Logico-Philosophicus que todo aquello que se puede decir, se puede decir con claridad. Así pues, la claridad es una meta del discurso, un intento por dejar ver sin artificios aquello que queremos comunicar. En este sentido, Schopenhauer —como recalca A.P. Martinich en su libro Philosophical Writing— dice que un filósofo siempre debe intentar ser claro y así, al escribir, evitar ser impetuoso y turbio como torrente y más bien tratar de ser un lago suizo que en su calma combina la profundidad y la claridad, porque la claridad de las aguas permite distinguir también su profundidad.

Señalemos ahora que la claridad, sin duda, depende de la audiencia a la cual se dirige un discurso. Así, una conversación sobre la estética de Heidegger puede ser perfectamente clara para un auditorio que domina la filosofía del alemán y, al mismo tiempo, ser completamente oscura para un grupo de astrofísicos que nunca lo hayan estudiado. Quien pretende escribir o hablar de forma clara debe saber a quién dirige su discurso y tener en mente qué cosas puede dar por sentadas y cuáles no. La claridad se encuentra entre lo críptico y lo redundante. No puede ser ni trivial ni incomprensible, es un intento de ser preciso y así evitar las ambigüedades y la vaguedad. Entonces, quien pretende ser claro debe evitar usar palabras o escribir frases que tengan más de un significado (ambigüedad) o que expresen conceptos de forma poco precisa (vaguedad).

Dicho esto, también tenemos que señalar que la claridad absoluta no existe y que, de hecho, no debe exigírsele a algún término más claridad de la que puede ofrecer: no es lo mismo una expresión científica que una moral, y no debe pedírseles a las segundas que cumplan con las exigencias de las primeras.

La falta de claridad, así como la incoherencia, también puede usarse como velo para distraer la atención y evitar dar la cara a cuestiones importantes. Los políticos y los amantes infieles son especialistas en ser ambiguos y vagos en sus respuestas. También los alumnos que no saben qué contestar en un examen y que, sin embargo, insisten en contestar, “quizá”, dice la expresión coloquial, “es chicle y pega”.

Hablemos ahora de la concisión. Dos dialogantes con buena voluntad pero falta de concisión podrían jamás llegar a un acuerdo por el simple hecho de que, por extenderse tanto, no terminaran de exponer sus puntos. Así pues, si partimos de la idea de que los humanos tenemos siempre el tiempo contado, es mejor un discurso corto que uno largo, si al final logran decir lo mismo.

Podríamos definir la concisión como mezcla de brevedad y contenido, Así, hablamos de una brevedad que ilumina y no de una que oscurece. Muchas veces es mejor explayarse en la exposición en pos de la claridad, que ser exiguo. Lo contrario es tirar al niño por la bañera. Debemos, pues, pretender ser breves sin dejar de decir lo que queremos. Esto es un equilibrio que ni la radio ni la televisión encuentran, la prisa no comunica.

El rigor es indispensable y, sin embargo, lo tenemos abandonado, a pocos les interesa, por ejemplo, la metodología de una encuesta y, no obstante, obviar la metodología es vaciar de valor los resultados. Éste es apenas un ejemplo de la falta de rigor que padecemos. El discurso diario de medios de comunicación, de políticos, de estudiantes, de opinólogos, por citar a algunos, carece de rigor, lo cual al fin de cuentas nos deja sólo con una carcaza de palabras que dicen poco y lo dicen mal. Ser riguroso es ser preciso y explícito. Ya hablamos de la precisión, hablemos ahora de ser explícito en el grado indicado. Serlo es mostrar aquello que resulta fundamental para dar fuerza a lo que se dice, la metodología de la encuesta, las fuentes de los datos con que se critica, etcétera. Lo contrario, la falta de rigor, es obviarlo todo.

En fin, hemos revisado varias virtudes del discurso que, sin duda, son pertinentes para ayudarnos a comunicar lo que nos interesa, lo que al fin de cuentas es esencial en una comunidad política que basa sus decisiones en la discusión pública.

4.8.09

Diálogo de incoherentes

Sin duda, uno de los aspectos más importantes de varias teorías del contrato social (entre ellas las de Rawls y Habermas) es la capacidad de los actores que participan del acuerdo —los ciudadanos ideales— de mantener un diálogo enteramente racional. Sólo entre personas que pueden expresar clara y racionalmente sus necesidades, intereses y deseos es posible debatir e intentar llegar a consensos sobre cuál de las opciones que se discuten es la mejor ruta para acercarse al bien común. En este proceso de alcanzar consensos, sin duda la virtud de ser razonable es fundamental, pues permite, por ejemplo, que las personas estén dispuestas a aceptar la fuerza de las razones de los otros.

De lo anterior, es importante recalcar que imaginarnos ciudadanos ideales no sólo permite construir hipótesis del supuesto diálogo que podrían tener entre ellos, y así crear propuestas de cómo debemos actuar en la sociedad de todos los días. También resulta que imaginar ciudadanos ideales indica un camino al cual deberíamos dirigir nuestros esfuerzos de ser y de educar. Entonces, si en el mundo hipotético necesitamos seres racionales y razonables capaces de expresar sus intereses, deseos y necesidades, ¿por qué en el mundo cotidiano no nos preocupamos por los discursos oscuros, incoherentes, faltos de rigor y llenos de verborrea que nos topamos todos los días ya no sólo en los medios de comunicación, en la calle, en los bares y en las aulas universitarias, sino también en la vida política? ¿Por qué, si es tan importante para la civilidad, no nos enseñan a dialogar?

José Gaos defiende que las personas, para ser buenos ciudadanos, deben aprender a manejar su lengua, y esto no se refiere sólo a tener conocimiento teórico de gramática y de historia literaria. Lo fundamental, nos dice, es que la gente “llegue a expresarse oralmente y por escrito con justa adecuación al tema y a la circunstancia ocasionales, lo que entrañará una disciplina del pensamiento, y aun del sentimiento y la voluntad”. No se trata, pues, de enseñar, como a nuestros acartonados y aburridos políticos, a mover las manos para indicar serenidad o decisión, sino enseñar a expresar ideas.

En mi artículo pasado defendí la virtud de guardar silencio como base para dialogar. Ahora defenderé cuatro virtudes que comparten la charla y el ensayo: la coherencia, la claridad, la concisión y el rigor. Manejarlas ayuda a decir lo que se quiere decir y, por ello, a dialogar en mejores condiciones.

Comencemos por la coherencia y revisemos a qué nos referimos cuando hablamos de ella. Para esto, creo que un buen primer paso es señalar las diferencias que existen entre ésta y la noción de sentido. Una frase con sentido es inteligible siempre y por ello no depende de dónde la situemos en un discurso. En cambio, sí decimos que una frase es coherente o incoherente según su lugar en éste. Así pues, el sentido y el sinsentido son absolutos, mientras que la coherencia y la incoherencia son relativas. En otras palabras, un sinsentido siempre es un sinsentido mientras que una frase incoherente puede, dependiendo de su relación con las que la anteceden y la siguen, volverse coherente. Kant tiene razón al subrayar la importancia de la razón práctica. Además, todo círculo es cuadrado.

Como se habrá notado 
—espero no haber sido muy burdo con mis ejemplos—, al terminar el párrafo anterior incluí una frase incoherente, la que habla de Kant, y una sin sentido. Espero que con esto quede clara la diferencia entre estas nociones: por un lado, la frase sobre Kant es perfectamente inteligible y se nota fuera de contexto, de ahí su falta de coherencia, pero no de sentido. Por el otro lado, la frase sobre geometría imposible —por definición no hay círculos cuadrados— es un notorio sinsentido, es como hablar del soltero casado. Así, pongámosla donde la pongamos, seguirá siendo inútil tratar de entenderla.

Entonces, si un párrafo incoherente es aquel que tiene frases incoherentes, un discurso o ensayo dejará de ser coherente cuando está plagado de párrafos desligados entre sí, que no se sostienen y apoyan juntos, incoherentes pues.

Destaquemos también que en las conversaciones existen respuestas incoherentes. Si me preguntan sobre Kant, no puedo contestar con un discurso acerca de Obama. Tampoco tendría por qué aceptar que me den una respuesta así. Y, sin embargo, en la vida política de este país, no sé si por hartazgo o condescendencia, aceptamos por respuesta cualquier incoherencia. Así, basta prender la radio —por no hablar del Congreso— para toparse con que los periodistas preguntan algo y sus muy célebres entrevistados responden cualquier cosa. Por ejemplo, hace unos días José Cárdenas le preguntó a César Nava, después de enumerar toda la evidencia, si era o no el delfín de Calderón para dirigir el PAN. Nava contestó cualquier cosa, usó la incoherencia como velo, al fin, en nuestra democracia —diálogo de incoherentes— nadie la castiga. Y esto porque estamos acostumbrados a la farsa y, sobre todo, porque quien carece de coherencia no identifica la incoherencia.

Desgraciadamente, cada año, en agosto, los salones de clase de las universidades se llenan de jóvenes estudiantes que algo saben de geografía, de historia, de biología, de física, etcétera, pero que no saben nada de coherencia. Y no saben porque nadie nunca les habló de sus cualidades e importancia y de lo terrible que es ignorarla. Así que hagámoslo: la coherencia, por un lado, nos permite mostrar a quien nos lee o escucha el hilo de nuestro discurso y en ese sentido no sólo le da fuerza a nuestro argumento, sino que nos ayuda a mostrar lo que queremos decir. Es una virtud de la conversación que echa luz. La incoherencia, por el contrario, esconde, es un velo que unos se ponen encima por ignorantes y otros —como Nava en el ejemplo aquí citado— por malicia y truco retórico. Como sea, debemos desterrarla, y es que una democracia donde dialogan los incoherentes no es otra cosa que, como el círculo cuadrado, un sinsentido.

La próxima vez hablaré de la concisión, la claridad y el rigor, también como virtudes del ensayo y la conversación.

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