29.12.09

El triunfo del mal

Sócrates argumentaba que los seres humanos, cuando hacen el mal, lo hacen por ignorancia. Es decir, nunca actúan mal por el mal en sí; más bien lo hacen, sostenía, porque no saben lo que está bien hacer. A esto podríamos agregar, aunque no lo vamos a discutir, que las personas no son malas por nacimiento, se hacen malas en la sociedad, un poco como decía Rousseau. Así, pues, siendo la sociedad la fuente de la maldad —también de la bondad—, los delitos que en ella se cometen bien pueden servirnos para hablar de ella. Así, por ejemplo, el policía de la novela No es país para viejos, de Cormac McCarthy, nos cuenta que unos profesores se encontraron con una encuesta realizada muchos años antes en varias escuelas públicas de Estados Unidos, donde se le preguntaba a los maestros cuáles eran los mayores problemas de sus salones. Los profesores que encontraron la encuesta decidieron enviarla otra vez y comparar los resultados. Fue alarmante lo que hallaron. A principios del siglo XX los problemas de las escuelas eran que los niños mascaban chicle y se distraían, a principios del siglo XXI eran el uso de drogas, violaciones, etcétera... Con estos datos, concluye el policía, el mal está ganando la batalla.

La esclavitud está mal moralmente, y esto porque los seres humanos apreciamos nuestra libertad y reconocemos que los otros, como nosotros, basan su dignidad en ella. Desanima toparse en los periódicos no ya con balaceras, levantados y decapitados, sino con reportes espeluznantes de lugares como Casitas del Sur, donde, al parecer, los dueños traficaban con niños. Es abrumador leer sobre la supuesta granja de rehabilitación de alcohólicos y drogadictos que tenía a más de 100 personas esclavizadas, trabajando 16 horas diarias para fabricar bolsas de plástico para una tienda departamental —buena metáfora de nuestro país: señoras bien cargando sus vestidos nuevos en bolsas hechas por esclavos—.

¿Qué sucede para que la vida y la dignidad de los seres humanos carezca de valor? Sucede que así como nuestros niños no entienden lo que leen y apenas logran sumar, tampoco saben de valores morales, no logramos transmitirles que los demás son valiosos y que debemos respetarlos, entenderlos, conocerlos, tratarlos con civilidad. Y es que los ejemplos que nos rodean son terribles, déjenme dar unas muestras: el pillo de Henry mete la mano y se sale con la suya, es obvio que en el futbol no buscamos la justicia; sin embargo, deja un mal ejemplo la idea de que mientras el árbitro no vea las trampas de los jugadores, estos héroes de la infancia se pueden salir con la suya: mientras no me agarren todo lo que hago está bien, ya sea robarse unos duraznos en el supermercado o estafar a millones de personas.

Otro ejemplo dramático es la exaltación de la traición, en esto el caso Juanito es paradigmático. Es evidente que faltó a su palabra y gracias a ello ahora es un personaje mediático y famoso: todo se vale para sobresalir, incluso traicionar.

Cada año cuando califico los trabajos finales de mis alumnos me topo con trabajos mal hechos y, lo que es más grave, que utilizan el copiar y pegar para plagiar contenido de internet. Siempre que me sucede esto me pregunto qué pasará por la cabeza de estos alumnos; es evidente que me quieren engañar, “salirse con la suya”, igual que Henry y Juanito. Y no dudo que muchos lo hayan logrado, no es fácil detectar el plagio; en realidad sólo descubro a los más burdos y cuando corroboro en Google su trampa, me lleno de tristeza, cómo es posible que muchachos universitarios de 18 años no se preocupen por la honestidad, por el trabajo honrado que, además, los ayuda a formarse.

Dios ha muerto, entonces todo se vale, dice un personaje de Dostoyevski, pero no es cierto, no todo se vale. Si cada quién hiciera lo que se le da la gana, seríamos bestias; la humanidad se encuentra en los límites que nos ponemos, pero cuando los límites se desvanecen y dejan de importarnos, nos enfrentamos al triunfo del mal que, como bien creía Sócrates, es el triunfo de la ignorancia.

Decía que los delitos de una sociedad son buen espejo de la misma: mientras más ignorante sea la población, más comunes serán el plagio, Juanito, el tráfico de personas, la esclavitud. O educamos o nos sumimos en la pestilencia de las bestias amorales.

La farandulización de la política

Hoy se respiran aires tristes, desesperanzados y pútridos. Desde hace semanas no hay charla entre amigos, noticia en los periódicos ni columna de opinión que no hable de la ruinosa realidad que vivimos los mexicanos, de lo improbable que se ve un futuro diferente y prometedor. Todos los índices señalan que aumentan la pobreza, la corrupción, la violencia, la ignorancia, el desempleo. Las noticias económicas nos dicen que la deuda pública es inmensa, que el petróleo declina, que disminuye la producción industrial, que el campo está yermo. Las noticias políticas nos hablan de gobernantes que no se ponen de acuerdo, que se pelean por los pesos para gastarlos sin claridad, que dan discursos vacíos como eslóganes de refresco, de programa en programa. Y aquí me quiero detener, pues creo que mucho añade a la desesperanza lo que llamaré, sin pretender ser el primero, la “farandulización” de la política, que no es otra cosa que mezclar política y espectáculo.

Podemos notar de forma clara la farandulización de la política mexicana al constatar que cada vez más los políticos están en las notas rosas —Enrique Peña Nieto como el más dramático ejemplo— y la farándula en las páginas de política —recordemos a Raúl Araiza y a Maite Perroni defendiendo la pena de muerte que proponía el Partido Verde; a Isabel Madow junto a César Nava en su campaña de diputado, a la actriz Mariana Ochoa encabezando la campaña de afiliación del PAN, etcétera...—.

Lo que señalo podría parecer inofensivo, pero no lo es. La línea entre política y espectáculo tendría que ser clarísima, la primera sirve para construir el presente y el futuro, mientras que el segundo pretende distraernos de éstos, llevarnos a otra realidad. Y no critico el papel del espectáculo, la ficción construye tanto al hombre como la filosofía. Sin embargo, la distracción en el campo de la praxis es ridícula y peligrosa, como manejar maquinaria pesada bajo los efectos de un somnífero.

El voto democrático tendría que ser el voto sincero de un ser racional que ha calculado las alternativas que se le ofrecen y de ellas ha escogido la que mejor conduce al bienestar. Así pues, tendría que ser un voto informado, consciente del estado de cosas.

La sociedad democrática es una sociedad racional y reflexiva, así lo pone Durkheim: una “característica de todo gobierno democrático consiste en que la conducta colectiva es en él más reflexiva que en otros regímenes”. Y más adelante señala que en una sociedad donde se adquieren los rasgos distintivos de una democracia “más se amplía el campo de la conciencia clara. Pues lo contrario de la idea clara lo es el prejuicio irreflexivo, la tradición rutinaria que no sólo no da razones, sino que se rehúsa a darlas; es la pasión ciega. Conforme es más democrática una sociedad, menor influencia deben tener estos móviles en sus gestiones”.

La farandulización vacía el discurso político y convierte el voto de quien decide a partir de estas palabras vacuas en farsa, un voto irreflexivo no es un voto democrático, es pura pasión, miedo, deseo, en fin, es un voto impulsivo. Si votaran, así lo harían las bestias y es evidente que no puede existir algo como una democracia de bestias, es una contradicción insalvable.

Quienes impulsan la farandulización —y no sé quienes son, pero sí a quienes beneficia este tránsito— usan la careta de la democracia para exterminarla. Podemos decir que las democracias débiles son como adolescentes deprimidos: deciden según descargas hormonales, comúnmente toman malas decisiones, incluso llegan a suicidarse.

Me parece que la pregunta fundamental que debemos contestar en estos días de terribles nubarrones es ¿cómo hacemos para darle otra vez vuelo a nuestra democracia? En una democracia fuerte los políticos dan la cara por sus decisiones. La sociedad sabe a dónde va, y el rumbo tendría que ser disminuir la pobreza, la ignorancia, la corrupción, no hay otra respuesta racional.

Si queremos fortalecer nuestra democracia, entre otras cosas, es menester frenar la farandulización. Para ello necesitamos más competencia en los medios y una regulación clara —regular bien no es limitar la libertad de expresión, es defenderla, pero esto da para varios artículos—. Tenemos que volver a los argumentos y debemos atar las pasiones, que si bien son indispensables en la estructura del ser humano, son muy nocivas en la política democrática: decidir sobre el futuro de la sociedad no es como elegir una mayonesa.