29.12.09

La farandulización de la política

Hoy se respiran aires tristes, desesperanzados y pútridos. Desde hace semanas no hay charla entre amigos, noticia en los periódicos ni columna de opinión que no hable de la ruinosa realidad que vivimos los mexicanos, de lo improbable que se ve un futuro diferente y prometedor. Todos los índices señalan que aumentan la pobreza, la corrupción, la violencia, la ignorancia, el desempleo. Las noticias económicas nos dicen que la deuda pública es inmensa, que el petróleo declina, que disminuye la producción industrial, que el campo está yermo. Las noticias políticas nos hablan de gobernantes que no se ponen de acuerdo, que se pelean por los pesos para gastarlos sin claridad, que dan discursos vacíos como eslóganes de refresco, de programa en programa. Y aquí me quiero detener, pues creo que mucho añade a la desesperanza lo que llamaré, sin pretender ser el primero, la “farandulización” de la política, que no es otra cosa que mezclar política y espectáculo.

Podemos notar de forma clara la farandulización de la política mexicana al constatar que cada vez más los políticos están en las notas rosas —Enrique Peña Nieto como el más dramático ejemplo— y la farándula en las páginas de política —recordemos a Raúl Araiza y a Maite Perroni defendiendo la pena de muerte que proponía el Partido Verde; a Isabel Madow junto a César Nava en su campaña de diputado, a la actriz Mariana Ochoa encabezando la campaña de afiliación del PAN, etcétera...—.

Lo que señalo podría parecer inofensivo, pero no lo es. La línea entre política y espectáculo tendría que ser clarísima, la primera sirve para construir el presente y el futuro, mientras que el segundo pretende distraernos de éstos, llevarnos a otra realidad. Y no critico el papel del espectáculo, la ficción construye tanto al hombre como la filosofía. Sin embargo, la distracción en el campo de la praxis es ridícula y peligrosa, como manejar maquinaria pesada bajo los efectos de un somnífero.

El voto democrático tendría que ser el voto sincero de un ser racional que ha calculado las alternativas que se le ofrecen y de ellas ha escogido la que mejor conduce al bienestar. Así pues, tendría que ser un voto informado, consciente del estado de cosas.

La sociedad democrática es una sociedad racional y reflexiva, así lo pone Durkheim: una “característica de todo gobierno democrático consiste en que la conducta colectiva es en él más reflexiva que en otros regímenes”. Y más adelante señala que en una sociedad donde se adquieren los rasgos distintivos de una democracia “más se amplía el campo de la conciencia clara. Pues lo contrario de la idea clara lo es el prejuicio irreflexivo, la tradición rutinaria que no sólo no da razones, sino que se rehúsa a darlas; es la pasión ciega. Conforme es más democrática una sociedad, menor influencia deben tener estos móviles en sus gestiones”.

La farandulización vacía el discurso político y convierte el voto de quien decide a partir de estas palabras vacuas en farsa, un voto irreflexivo no es un voto democrático, es pura pasión, miedo, deseo, en fin, es un voto impulsivo. Si votaran, así lo harían las bestias y es evidente que no puede existir algo como una democracia de bestias, es una contradicción insalvable.

Quienes impulsan la farandulización —y no sé quienes son, pero sí a quienes beneficia este tránsito— usan la careta de la democracia para exterminarla. Podemos decir que las democracias débiles son como adolescentes deprimidos: deciden según descargas hormonales, comúnmente toman malas decisiones, incluso llegan a suicidarse.

Me parece que la pregunta fundamental que debemos contestar en estos días de terribles nubarrones es ¿cómo hacemos para darle otra vez vuelo a nuestra democracia? En una democracia fuerte los políticos dan la cara por sus decisiones. La sociedad sabe a dónde va, y el rumbo tendría que ser disminuir la pobreza, la ignorancia, la corrupción, no hay otra respuesta racional.

Si queremos fortalecer nuestra democracia, entre otras cosas, es menester frenar la farandulización. Para ello necesitamos más competencia en los medios y una regulación clara —regular bien no es limitar la libertad de expresión, es defenderla, pero esto da para varios artículos—. Tenemos que volver a los argumentos y debemos atar las pasiones, que si bien son indispensables en la estructura del ser humano, son muy nocivas en la política democrática: decidir sobre el futuro de la sociedad no es como elegir una mayonesa.

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