30.1.09

Razón o prejuicio

¿No será que nos peleamos por las ideas equivocadas? Seguro que vale la pena morir en el intento de realizar un mundo más justo, o por defender a las personas que queremos. Sin embargo, morir o matar, por ejemplo, por la prohibición del Estado de que se trasiegue y consuma cocaína —o cualquier otra droga— no sé si tiene alguna justificación. ¿Por qué idea están dando la vida los soldados mexicanos? ¿En qué razones se funda prohibir el consumo de ciertas sustancias cuando, al mismo tiempo, otras igual de nocivas se permiten —pensemos en el alcohol o el tabaco, por decir algo—?

Entiendo quizá dar la vida ante la entrada de un ejército extranjero, o en pos de terminar con una dictadura. Pero morir o matar por defender a la vez el libre mercado y la prohibición de mercancías, es difícil de justificar. Además, son mercancías que se distinguen, por decir algo, de las armas u otros bienes —que son males— en el sentido de que dañan sólo a quien las consume. Es decir, no defiendo que el Estado deba permitir el tráfico de toda mercancía, pero sí ser consecuente y dar razones de por qué motivo se permite o prohíbe cierto producto.

Así, pues, dejemos la farsa, ¿qué es peor, el consumo de drogas o el de niñas? Porque, como a mí me parece a todas luces, si es peor la pederastia, no entiendo por qué la fuerza del Estado y los discursos se dirigen contra el mal que, comparado con el otro, es menor. ¿No será que estamos peleando por las causas equivocadas?

¿Cuál es el argumento para prohibir las drogas?, porque no puede ser que las abuelitas dijeran que los "mariguanos" son personas muy malas, lo mismo decían las abuelitas de Alabama sobre los negros. Con esto quiero decir que las políticas públicas no se pueden fundar en prejuicios ni tabúes. Quizá el argumento es que el consumo daña la salud, como lo hacen las hamburguesas, pero no veo por ningún lado la guerra a balazos contra las hamburguesas.

Las drogas, se puede decir, generan depresión, abandono escolar, violencia intrafamiliar, suicidio, problemas de salud. Ahora, lo mismo se puede argumentar contra el alcohol y, sin embargo, lo combatimos de manera diferente.

Sospecho que la decisión de batallar contra las drogas, especialmente la cocaína, se debe a que Estados Unidos de América exige que se frene el tráfico hacia su frontera, pide que nuestros soldados den la vida para defender la salud de sus jóvenes. La vida de un muchacho de Morelia vale menos que la de uno de Pasadena.

Nos estamos peleando por las ideas equivocadas y a sabiendas de la doble moral estadounidense.

¿Cuánto nos hemos gastado en la guerra contra el narcotráfico? En un año de tan profunda recesión económica, ¿no nos vendría mejor gastarnos el dinero de las armas en alimentos, en infraestructura y libros, en laboratorios científicos y escuelas? Jóvenes con trabajo, educación y buenos argumentos podrían relacionarse mejor con las drogas. Pero la guerra está perdida desde que quien consume cocaína no siente que hace mal. Y hoy los jóvenes no tienen empleo ni encuentran razones que justifiquen nada. Si la moral se disuelve es porque se desvanecen los argumentos para actuar de una u otra forma. Y ése es el otro problema de la guerra contra el narcotráfico, que no se sustenta en argumentos, que la gente cree cada vez menos en ella y que nos desasosiega. Si ya era sombría la realidad de este país, lo es más bajo la violencia de la confrontación armada.

Es fundamental abordar el tema de la legalización —y muchos otros— sin prejuicios, pero para ello, claro, debemos quitárnoslos de encima y dejar de ser facciosos e intransigentes. Desde esta perspectiva, asusta que el presidente de la república no se dé cuenta del peso conceptual que tiene su presencia y su discurso en el encuentro de las familias patrocinado por la Iglesia católica, pues da la impresión de que apoya la agenda conservadora que quiere desterrar el laicismo: no se puede pedir unidad y despreciar a quienes no piensan como él.

Este año electoral deberían privar las razones y no los discursos de odio, la parte racional y no la pasional, pero no estamos acostumbrados a argumentar. Empero, ya es hora de que apelemos a la razón y no a los prejuicios o sólo nos quedará pelearnos por las razones equivocadas.

P.D. Y el problema no sólo es de nuestro país, ojalá Barack Obama gobierne en pos de la justicia y no únicamente de los intereses de unos cuantos.

En Campus

9.1.09

La tontería de Acatla

Augie March —personaje del Nobel de Literatura Saul Bellow— afirma de Acatla que parece “resuelta a culminar su tontería volándose en pedazos”. Pues resulta que la estupidez de Acatla se extendió como peste y que México se muestra decidido a realizarse en ella y estallar.

Menuda confusión —se dice Augie March— es la de querer un futuro de independencia a la vez que amor. Es decir, o se es independiente o se sirve a Eros. Y la lógica del argumento es bien sencilla, no se puede querer ser dos cosas contrapuestas al mismo tiempo: o se es o no se es.

En México sucede, sin embargo, que vivimos en una democracia pasional, lo que resulta un claro oxímoron. Es irracional dejarse llevar por las pasiones, salvajes e irredentas, a la vez que se pide un mundo dominado por la razón. La democracia es racional y no tiene cabida para las pasiones. Esto, sin embargo, no quiere decir que para actuar conforme a los imperativos de la democracia los seres humanos debamos dejar de ser pasionales —vaya desatino—, debemos refrenarnos. Ser democrático es un no dejar de refrenarse abismal —abismal porque ante tal perspectiva sentimos vértigo. Qué empresa la de no parar de contenerse, el proyecto humano es supra humano—.

Sin duda, fracasamos en nuestro intento de contención absoluta, no podemos esperar otra cosa. Pero de este fiasco no se sigue el desenfreno de las pasiones, el carnaval, la telenovela —tampoco, recalquemos, la mando dura, el imponer las supuestas razones del Estado por la fuerza—. Aquí radica la debilidad mayúscula de la democracia: ¿dónde está la motivación para refrenarse? ¿Por qué, si el mundo se cae a pedazos, debo actuar democráticamente? ¿Por qué, si soy poderoso, debo someterme a las normas del bien común? La democracia tiene argumentos para intentar dar respuesta a todas estas preguntas, desgraciadamente las razones no sirven para convencer a los irrazonables, ni a aquellos que no quieren escucharlas, ni a los que tienen una verdad irrenunciable, ni a los testarudos, ni a los que no se equivocan, ni a los que odian al otro y lo humillan ni sirven tampoco para convencer a los que no respetan más que la fuerza. En fin, la democracia es muy débil, está siempre al borde de la enfermedad y su única esperanza de sobrevivir a lo largo del tiempo es inculcando en sus ciudadanos la motivación de refrenarse en pos del bien común. La democracia es una fiesta aburrida, es más baile europeo que caribeño. Sin embargo en México, tontería de Acatla, bailamos el vals como si fuera cumbia. Cuando Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador juegan ajedrez, si bien saben cómo se mueven los peones y las torres, se avientan las fichas. En México no sólo falta un pacto político para cambiar las leyes autoritarias, los artículos constitucionales arcaicos o antidemocráticos, necesitamos motivar a los ciudadanos para actuar conforme a los imperativos de la democracia y esto, se me ocurre, sólo se logra mostrando que la democracia funciona, que tiene sentido refrenar las pasiones en pos del bien común. Pero ante la desfachatez estamos perdidos, ¿por qué razón va a dejar el narcotraficante su negocio si el político no deja el suyo? ¿Por qué yo sí y tú no? La guerra no debería ser contra la delincuencia ni contra el narcotráfico, sino contra la impunidad y la corrupción y, sobre todo, contra la indiferencia ante estas fuentes de injusticia. Esa guerra no se pelea con armas, ni deja tantos muertos.

La indiferencia, que es producto del egoísmo y la desesperanza, no puede perdurar mucho tiempo junto al ser democrático. Una democracia de indiferentes está destinada al fracaso. La indiferencia, a fin de cuentas, es una actitud frente a la injusticia y una democracia que tolera la injusticia no tiene razón de ser. No es justo enriquecerse a costa del erario ni traficando influencias o utilizando información ventajosa. Tampoco es justo evitar ser juzgado ni recibir trato de rey en una república. Para que la democracia florezca en este campo cada vez más yermo necesitamos empezar a batallar contra la injusticia. Para esto es menester transformar las estructuras que la perpetúan: el sistema judicial donde las sentencias absolutorias se compran, el régimen fiscal que no consigue el objetivo de distribuir la riqueza, las leyes laxas que permiten gastos descomunales en comunicación social y gasto corriente —una copa de caro vino francés pagada con los impuestos de ciudadanos pobres tendría que saberles a hiel—, transformar el sistema educativo que, al no formar bien a quienes no pueden pagarse una escuela que sí los forme —qué pocas hay—, los deja en perpetua y, por supuesto, injusta desventaja. Es necesario abrir las frecuencias y crear una regulación más estricta, para que la competencia y las reglas alienten y obliguen a producir una televisión menos mala y que entienda su compromiso con la democracia. Transformar las campañas políticas, libertad de expresión no es difamar y mentir.

Pero la tontería de Acatla parece nuestro destino trágico: estallar, volarlo todo en pedazos que, a nuestro mexicano entender, es la mejor forma de celebrar y divertirse. Viva México y sus 199 años de máscaras y carnaval. Que siga la fiesta.


6.1.09

Ampáyer

Primero fue un iraquí y después un ucraniano. Tiran y tiran zapatos los reporteros. Muy pronto tendrán que ir a las conferencias de prensa descalzos. La otra es ponerle una careta de ampáyer al conferencista o usar una malla que lo proteja, como al público en un estadio de béisbol, o usar un cristal, como en el papamóvil, o mejor, que dejen de dar conferencias de prensa, al fin que nunca contestan las preguntas interesantes.

En Diasiete