17.11.09

Poema de los dones

Una vez más los diputados nos sorprendieron con sus grandes ideas. De forma inteligente y sagaz, al mismo tiempo que la UNAM ganaba el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, propusieron, entre otras tantas barbaridades, gravar con 3 por ciento las telecomunicaciones. ¿Cómo pueden equivocar tanto el rumbo?

Y es que a sabiendas de la poca penetración que tiene la banda ancha en México (basta ver, por ejemplo, el informe “Next generation connectivity” del Berkman Center for Internet and Society de la Universidad de Harvard:http://www.fcc.gov/stage/pdf/Berkman_Center_Broadband_Study_13Oct09.pdf, para hallar a nuestro país en el último lugar de los 30 países de la OCDE que mide el estudio), ¿a quién se le ocurre dificultar el crecimiento de las comunicaciones vía impuestos?

Por qué no, en lugar de subir el gravamen a las telecomunicaciones, lo eliminamos por completo y abrimos así una ventana de oportunidad para el crecimiento de estas benéficas tecnologías que no sólo ayudan a la divulgación del conocimiento, sino también abren nuevos mercados y generan crecimiento económico.

Propongo que gravemos más la publicidad en la televisión abierta y destinemos dichos ingresos a una partida que tenga como fin incentivar la penetración de la banda ancha en el país, enfocándonos, por ejemplo, en los estudiantes: que no haya en México ningún estudiante sin acceso a internet.

Y es que si por un lado es notorio el esfuerzo de la UNAM para utilizar internet como herramienta de educación y divulgación —por lo que desde hace años su web ocupa un lugar entre las mejores 100 páginas de universidades del mundo, de acuerdo con Webometrics http://www.webometrics.info/index_es.html—, de poco sirve este esfuerzo al desarrollo del país si las personas no tienen acceso a su contenido.

Déjenme dar un ejemplo que no atañe a las personas en general, sino únicamente al uso que los estudiantes de licenciatura de la UNAM hacen de la Biblioteca Digital http://bidi.unam.mx/. No sé si exista un estudio al respecto, pero en mi experiencia como profesor de filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras, los muchachos simplemente no consultan la Bidi, por lo que, en lugar de utilizar bases de datos como JSTOR, donde pueden hallar artículos de las revistas de filosofía más importantes del mundo, unos cuántos buscan información en Google y el resto se conforma con los libros disponibles en las distintas bibliotecas. Tampoco consultan los recursos que los profesores les ponemos a la mano, como pueden ser blogs para vincular de forma más directa a los alumnos y a los profesores.

En este sentido, se hallan en clara desventaja con ya no digamos alumnos de primer mundo, sino con aquellos que acuden a universidades privadas donde se tiene acceso universal a internet: hay conexión inalámbrica en todo el campus y la mayoría de los alumnos, si no es que todos, tienen alguna plataforma portátil con acceso a la red. Con estas facilidades, además, están en constante comunicación con sus maestros.

En este contexto, es evidente que aumentar los impuestos a las telecomunicaciones sólo amplía la brecha entre quienes pueden pagar acceso a internet y quienes no pueden. Supongo que el argumento que está detrás del incremento es el siguiente, cínico como pocos: si la conexión vale, por decir algo, 400 pesos, con aumento o sin aumento los pobres no pueden pagar internet, así que el aumento en la tasa, porque sólo lo pagan quienes tienen dinero, es redistributivo.

Sé que resulta odiosa la constante comparación que hacemos de México con Brasil, pero sería bueno tomar en cuenta lo siguiente: de las primeras 20 páginas que enlista Webometrics de universidades en Latinoamérica, 13 son brasileñas —incluyendo el primer lugar que perdió la UNAM para dejárselo a la Universidad de Sao Paulo—, mientras que apenas tres son mexicanas. Pongo este ejemplo porque, sin ninguna duda, debemos preguntarnos qué estamos haciendo mal, hace años que sólo vemos cómo países como Brasil y Chile, por hablar de Latinoamérica, se alejan de nosotros, mientras seguimos en este marasmo que no podemos sacudirnos, en parte porque nuestros gobernantes son muy duchos, hábiles y parlanchines para defender sus intereses y en parte porque los ciudadanos no sabemos indignarnos.

Gravar las telecomunicaciones sólo es una puntada más en la lista de desatinos de los señores que dicen representarnos en el Congreso. Por internet pasa el futuro y ellos quieren que nos salga más caro. ¿De verdad no se les ocurren mejores propuestas que encarecernos y así dificultarnos el porvenir? ¿No resulta irónico que a la vez que el país, por medio de la UNAM, recibe el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, los diputados quieran alejarnos más de las telecomunicaciones? Me recuerdan la maestría de Dios de la que nos habla Borges en su Poema de los dones, pues, con magnífica ironía, nos dan a la vez los libros y la noche.

En Campus

Leviatán en Liliput

Durante muchos siglos, digamos desde la paz de Westfalia (1648) hasta la Primera Guerra Mundial (1914), los seres humanos de Occidente dieron por hecho —siempre hay excepciones— que la mejor forma de organización social era el Estado nación —que no es otra cosa que el Estado moderno—. Y así, sin cuestionarse, las personas se rindieron al poder de un Leviatán, como diría Hobbes, a cambio de que el monstruo todopoderoso cuidara de su vida y propiedad.

Durante 300 años la humanidad creyó estar subida en un tren que irremediablemente dejaba atrás la incertidumbre y nos llevaba sin escalas al orden y el progreso. Sin embargo, al finalizar las dos guerras mundiales y después de los bombardeos con armas nucleares que sufrieron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, tras la constatación de las atrocidades nazis, la hegemonía del Estado moderno se puso finalmente en duda: ¿de verdad debemos ceder nuestra fuerza al monstruo atroz que extermina? ¿No será que la vía homogeneizadora y estática que plantea una única alternativa buena y digna de seguir, es más dañina que benéfica? ¿De verdad los excluidos —mujeres, negros, indígenas, viejos, pobres, homosexuales, etcétera...— debían seguir excluidos? ¿No sería mejor que cambiáramos nuestra relación con el Estado y limitáramos sus excesos ya no sólo con las personas, sino también, por ejemplo, con el medio ambiente?

Sí, a todas estas preguntas la sociedad civil contestó que sí y comenzó a organizarse para ponerle cotos al poder del Estado. Y sucedió que un día —la metáfora es de Stephen Toulmin y está en su Cosmópolis— Leviatán se levantó en Liliput, amarrado por una infinidad de delgados lazos: las mujeres podían votar, los negros gobernar, los indígenas reclamar su derecho a la diferencia, los homosexuales vivir su sexualidad libremente, los pobres exigir oportunidades y había una carta de derechos humanos y ONG que denunciaban excesos y farsas. En fin, los ciudadanos tenían voz y el monstruo se hallaba lleno de amarras.

En la Edad Media y durante el Renacimiento, el poder de la Iglesia romana intentaba someter con bastante éxito a cualquier rey que se desviara de lo que se consideraba los caminos correctos de la humanidad. Así, los monarcas se ceñían a una autoridad moral que los rebasaba. Los distintos reinos constituían un orden cristiano universal —europeo—, la deseada universitas christiana. Sin embargo, después de la Guerra de los 30 Años y la paz de Westfalia, se impuso en Europa la idea de la soberanía nacional y se acordó respetar el principio de soberanía territorial y la doctrina de no injerencia en asuntos internos de otras naciones. Esto supuso que el Estado ya no tenía por qué sujetarse a normas morales externas; por el contrario, cada Estado podía actuar de la forma que juzgara pertinente, lo que impulsó el nacimiento del monstruo, ese Leviatán voraz como el Saturno de Goya.

Hoy, sin duda, estamos lejos de desear un orden internacional fundamentado en una sola religión, como el de la Europa cristiana; no obstante, hemos vuelto a creer en la posibilidad de construir fundamentos morales más allá de la soberanía del Estado nación, una moralidad internacional, o mejor, multinacional, con instituciones como la ONU y su corte internacional de justicia con sede en La Haya, con la aceptación de principios como los incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y con organizaciones no gubernamentales como Greenpeace y Amnesty International.

Ahora, claro, no basta con esos límites supranacionales, debemos transformar la sociedad desde sí misma. El Leviatán mexicano es curioso, es fuerte donde tendría que ser débil y viceversa. Así, por un lado es un Estado desvencijado que no consigue salvaguardar la vida y la propiedad de sus ciudadanos, y por el otro lado es monstruoso, poderoso y va por Liliput desatado: los ciudadanos no tenemos lazos suficientes para sujetarlo y viola nuestros derechos impunemente.

Podemos reconocer que la sociedad mexicana poco a poco se ha ido organizando para limitar el poder del Estado, pero en términos generales seguimos siendo una sociedad desorganizada, insolidaria, irrespetuosa, desinteresada, egoísta. Por lo anterior, no somos capaces de tener una vida cívica rica y constructiva. Y esta falta de voluntad ciudadana no se la podemos achacar del todo al Estado, esta abulia es resultado de muchos elementos —falta de tradición democrática, de educación cívica, Estado paternalista, vorágine económica, medios de comunicación que sólo se interesan por el negocio y no por el bien público, difícil acceso a la cultura, etcétera...—, y si bien desde el Estado se podrían generar mejores condiciones para el fortalecimiento de la sociedad civil, más vale que los ciudadanos de una vez por todas tomemos la responsabilidad de nuestra comunidad, sin organización somos más pequeños que un liliputiense y es claro que no podemos esperar que únicamente las ataduras de la comunidad internacional contengan al Leviatán charro, a este Saturno con guayabera que abruma y nos desangra.