17.11.09

Leviatán en Liliput

Durante muchos siglos, digamos desde la paz de Westfalia (1648) hasta la Primera Guerra Mundial (1914), los seres humanos de Occidente dieron por hecho —siempre hay excepciones— que la mejor forma de organización social era el Estado nación —que no es otra cosa que el Estado moderno—. Y así, sin cuestionarse, las personas se rindieron al poder de un Leviatán, como diría Hobbes, a cambio de que el monstruo todopoderoso cuidara de su vida y propiedad.

Durante 300 años la humanidad creyó estar subida en un tren que irremediablemente dejaba atrás la incertidumbre y nos llevaba sin escalas al orden y el progreso. Sin embargo, al finalizar las dos guerras mundiales y después de los bombardeos con armas nucleares que sufrieron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, tras la constatación de las atrocidades nazis, la hegemonía del Estado moderno se puso finalmente en duda: ¿de verdad debemos ceder nuestra fuerza al monstruo atroz que extermina? ¿No será que la vía homogeneizadora y estática que plantea una única alternativa buena y digna de seguir, es más dañina que benéfica? ¿De verdad los excluidos —mujeres, negros, indígenas, viejos, pobres, homosexuales, etcétera...— debían seguir excluidos? ¿No sería mejor que cambiáramos nuestra relación con el Estado y limitáramos sus excesos ya no sólo con las personas, sino también, por ejemplo, con el medio ambiente?

Sí, a todas estas preguntas la sociedad civil contestó que sí y comenzó a organizarse para ponerle cotos al poder del Estado. Y sucedió que un día —la metáfora es de Stephen Toulmin y está en su Cosmópolis— Leviatán se levantó en Liliput, amarrado por una infinidad de delgados lazos: las mujeres podían votar, los negros gobernar, los indígenas reclamar su derecho a la diferencia, los homosexuales vivir su sexualidad libremente, los pobres exigir oportunidades y había una carta de derechos humanos y ONG que denunciaban excesos y farsas. En fin, los ciudadanos tenían voz y el monstruo se hallaba lleno de amarras.

En la Edad Media y durante el Renacimiento, el poder de la Iglesia romana intentaba someter con bastante éxito a cualquier rey que se desviara de lo que se consideraba los caminos correctos de la humanidad. Así, los monarcas se ceñían a una autoridad moral que los rebasaba. Los distintos reinos constituían un orden cristiano universal —europeo—, la deseada universitas christiana. Sin embargo, después de la Guerra de los 30 Años y la paz de Westfalia, se impuso en Europa la idea de la soberanía nacional y se acordó respetar el principio de soberanía territorial y la doctrina de no injerencia en asuntos internos de otras naciones. Esto supuso que el Estado ya no tenía por qué sujetarse a normas morales externas; por el contrario, cada Estado podía actuar de la forma que juzgara pertinente, lo que impulsó el nacimiento del monstruo, ese Leviatán voraz como el Saturno de Goya.

Hoy, sin duda, estamos lejos de desear un orden internacional fundamentado en una sola religión, como el de la Europa cristiana; no obstante, hemos vuelto a creer en la posibilidad de construir fundamentos morales más allá de la soberanía del Estado nación, una moralidad internacional, o mejor, multinacional, con instituciones como la ONU y su corte internacional de justicia con sede en La Haya, con la aceptación de principios como los incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y con organizaciones no gubernamentales como Greenpeace y Amnesty International.

Ahora, claro, no basta con esos límites supranacionales, debemos transformar la sociedad desde sí misma. El Leviatán mexicano es curioso, es fuerte donde tendría que ser débil y viceversa. Así, por un lado es un Estado desvencijado que no consigue salvaguardar la vida y la propiedad de sus ciudadanos, y por el otro lado es monstruoso, poderoso y va por Liliput desatado: los ciudadanos no tenemos lazos suficientes para sujetarlo y viola nuestros derechos impunemente.

Podemos reconocer que la sociedad mexicana poco a poco se ha ido organizando para limitar el poder del Estado, pero en términos generales seguimos siendo una sociedad desorganizada, insolidaria, irrespetuosa, desinteresada, egoísta. Por lo anterior, no somos capaces de tener una vida cívica rica y constructiva. Y esta falta de voluntad ciudadana no se la podemos achacar del todo al Estado, esta abulia es resultado de muchos elementos —falta de tradición democrática, de educación cívica, Estado paternalista, vorágine económica, medios de comunicación que sólo se interesan por el negocio y no por el bien público, difícil acceso a la cultura, etcétera...—, y si bien desde el Estado se podrían generar mejores condiciones para el fortalecimiento de la sociedad civil, más vale que los ciudadanos de una vez por todas tomemos la responsabilidad de nuestra comunidad, sin organización somos más pequeños que un liliputiense y es claro que no podemos esperar que únicamente las ataduras de la comunidad internacional contengan al Leviatán charro, a este Saturno con guayabera que abruma y nos desangra.

No hay comentarios: