15.10.09

Los invirtuosos

La civilidad es donde se funda la conducta del buen ciudadano y en este sentido también es la fuente del resto de las virtudes cívicas: la solidaridad, el respeto, la tolerancia, la razonabilidad, por decir algunas.

Una sociedad carente de civilidad, como la nuestra, está conformada necesariamente por ciudadanos invirtuosos. Y resulta obvio, en México basta salir a dar un paseo para toparse con varios, es cosa de todos los días, demasiado común, encontrarse con personas perfectamente despreocupadas por la cosa pública —y no piensen sólo en quienes desde la seguridad de su coche no respetan a los peatones ni en los dueños que no limpian el excremento de su perro en el parque ni en los que tiran basura en las cañadas o en Insurgentes; piensen también en aquellos diputados que sólo buscan beneficiarse a costa de los demás, en los empresarios que desechan sus químicos en los ríos, en los secuestradores y en la policía y el Ejército que violan los derechos elementales de cualquier ser humano—.

Por lo anterior, es curioso que el Diccionario de la lengua española de la Real Academia de la Lengua diga que el adjetivo “invirtuoso” está en desuso desde hace tiempo, cuando en realidad tendríamos que usarlo con frecuencia. ¿Será que en España no hay invirtuosos y por eso la palabra ha caído en desuso? Porque aquí, caray, desgraciadamente nos sobran —la pregunta sobre España es retórica, ahí también hay invirtuosos de más—.

Pero volvamos a la idea de civilidad, esta noción se entiende mejor si la vemos como emanada del contrato social, que no es otra cosa que un contrato de asociación civil, como bien dice el filósofo José Rubio Carracedo. Esto lo que quiere decir es que la civilidad está íntimamente ligada a la idea de ciudadanía y, claro, la ciudadanía es paso fundamental para realizar nuestra humanidad, ya lo decía Rousseau: “no comenzamos a ser hombres más que después de ser ciudadanos”.

La civilidad en un primer sentido se relaciona con las formas, con ser civilizado, cortés, y por lo tanto implica autocontrol de las pasiones, de los exabruptos, de la sinrazón. La civilidad es sobria, recatada y racional, no es una historia de celos y desenfreno ni de borrachera y carnaval. Los ciudadanos debemos ser más filósofos modernos que amantes enloquecidos, más Descartes y Locke —lo digo por el lugar que le dan a la razón— que Otelo y Romeo. Así pues, como señala Rubio Carracedo, entendiéndola de esta forma la civilidad implica no sólo autodisciplina, también aprender ciertas actitudes y comportamientos. Así, nos dice: “habría que denunciar el escandaloso espectáculo, por descortés y malintencionado, que exhiben los diputados de la mayoría de los parlamentos democráticos, para quienes la civilidad no parece contar para nada, con la descortesía, la descalificación y hasta el insulto siempre a punto”.

Sin civilidad se complica la posibilidad de discutir de forma razonable los problemas y negociar salidas a ellos, “la deliberación democrática resulta imposible en ausencia de la civilidad”, dice Rubio Carracedo y nos sugiere que, a diferencia del mundo de los políticos, nadie tolera esas maneras en la sociedad civil, por ejemplo, cuesta trabajo imaginarse una reunión de banqueros o de científicos con tales modales.

Ahora, la civilidad no sólo es aprender modales de cortesía, la podemos entender sin duda en otro sentido complementario y más importante: como interés por el bien común y la cosa pública. Es decir, la civilidad es la virtud de buscar el bien propio ceñido siempre al bien común, circunscrito, pues, por el contrato social.

¿Y cómo hacemos para sacar adelante nuestra sociedad entre tantos invirtuosos? No hay forma, desde el liberalismo es teóricamente imposible manteniendo tal statu quo. Por lo tanto, si queremos defender a México como una comunidad justa de ciudadanos libres, necesitamos que estos invirtuosos se vuelvan virtuosos. Y la virtud, ya lo decía Aristóteles —no me he cansado de escribirlo en este espacio—, es algo que se aprende.

Queremos un país más seguro, con menos desempleo y más respeto entre las personas, pues enseñemos qué es el bien público, la tolerancia, la solidaridad. Las personas, así como no nacemos sabiendo leer, tampoco nacemos virtuosas. Dicho así, podemos entender que los invirtuosos son como los analfabetos, no es que sean perezosos o carezcan de interés —habrá casos aislados—, es por falta de oportunidades.

Sin duda deberíamos lanzar una cruzada contra el analfabetismo, es ridículo que aún millones de mexicanos no sepan leer. Y de paso, una campaña más amplia todavía —hay más que analfabetos— que eduque a los invirtuosos que no entienden y no les importa el bien público. Sólo así podremos aspirar a una mejor sociedad... y proponen bajar el presupuesto a la educación pública, ¿será que el presidente entiende algo de virtud?

12.10.09

El filósofo incómodo

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2.10.09

La utilidad de no servir para nada

El filósofo argentino Risieri Frondizi dice en sus Ensayos filosóficos (FCE) que la filosofía no sirve para nada y tiene mucha razón. Ahora, aquí es momento de hacer un alto y quitarle de una vez por todas la sonrisa al que quiso eliminar la filosofía del bachillerato: no señor, señora, ni Frondizi ni yo abonamos a su argumento. La filosofía no sirve para nada, pero las razones que nosotros esgrimimos son muy distintas a las suyas.

Veamos, para Frondizi aquellos que desconocen completamente la filosofía suelen preguntar: ¿qué es la filosofía? Y si bien la pregunta parece la misma que se hace el filósofo: ¿qué es la filosofía?, son muy distintas. “Sí hombre”, dirá el profano, “pero si se escriben igual, díganme, filósofos, sin aburrirme, en qué se distinguen las preguntas”.

Demos una breve explicación filosófica: ninguna pregunta es inocente, aquel que pregunta encamina la respuesta. El profano, al querer saber qué es filosofía, espera una respuesta igual a la que resultaría de preguntar qué es París, pero la filosofía no se parece en nada a la capital de Francia. Es decir, no podemos dar así, de buenas a primeras, una respuesta a tal pregunta, para contestar tendríamos que hacer filosofía. Al escuchar esto, el profano intenta darle vuelta a la pregunta: “si no pueden decirme qué es, al menos díganme para qué sirve”. Ya dijimos que para nada: la filosofía, como el arte, no sirven y es que “servir de algo” es instrumental: el paraguas sirve para protegernos de la lluvia, los transbordadores para llevarnos al espacio, los edredones para calentarnos en las noches frías. Pero la filosofía no es un instrumento, es, más bien, un fin en sí mismo, un proyecto humano que engrandece el espíritu y nos humaniza.

La filosofía no tiene ataduras: no sirve para nada y, más importante aún, no le sirve a nadie. Si fuera un instrumento estaría atada a su utilidad, si estuviera al servicio de alguien sería mero adoctrinamiento. Además, el hombre es libre porque filosofa. Lo anterior no es trivial ni una frase pomposa y vacía como las de la mercadotecnia: podemos escoger cómo actuar, somos humanos cuando decidimos ser libres y nos levantamos ante el devenir, la inercia, lo dado —hay otras definiciones de libertad, pero aquí nos interesa la moral—.

La distinción entre el bien y el mal es humana; las ballenas, los delfines, los chimpancés, son inteligentes, podemos argumentar que tienen organización social, pero lo que no tienen es un discurso que justifique sus actos. Las ideas de bien y de mal no son otra cosa que adjetivos que califican enunciados de un procedimiento: cuando una mujer aborta o decide no abortar y justifica su conducta con buenas razones que los demás sean capaces de entender, esa mujer hace ética y ratifica su libertad, por eso he dicho en este espacio muchas veces que todo acto ético es liberador. Al decidir qué hacer afirmamos nuestra libertad moral.

Los seres humanos somos un proyecto. Así, bien dice Ortega y Gasset que somos una entidad cuyo ser consiste no en lo que es, sino en lo que aún no es. En ese sentido, somos una ficción porque hacemos de nuestro ser lo que se nos da la gana: cualquiera que hoy decida volverse cristiano puede volverse cristiano y quien quiera ser cínico, cruel, responsable, también puede escoger serlo.

Somos proyecto y la educación pública debe reflejar la idea de ser humano que tenemos como sociedad: por eso es laica y por eso tendría que educar seres libres, racionales, razonables, cívicos. Pero sucede que quienes gobiernan este país tienen una idea de hombre muy distinta y piensan que por ocupar el Ejecutivo tienen derecho a decidir cómo han de ser los ciudadanos.

Indigna que pretendieran borrar la filosofía, indigna que piensen reducir el presupuesto para la educación superior. Resulta desesperanzador inducir de sus actos la idea de hombre que tienen. Qué podemos concluir de la sola idea de reducir el presupuesto educativo, cuando tendría que ser no sólo prioritario, sino tener asignado por ley un mínimo no regateable: que no vale la pena educar a todos, basta con crear élites que dirijan, porque la educación no es un fin en sí mismo, es un vehículo, un instrumento. Y así también podemos inducir que para la camarilla que gobierna México, las personas no son seres humanos con la misma dignidad, son carne de cañón, empleados, obreros, instrumentos del capital.

La filosofía no sirve para nada y nos hace humanos. El arte no sirve para nada y nos hace humanos. Tampoco los humanos servimos para nada y es que, claro, servir es ser instrumento. En este sentido bien dijo Kant que no debemos tratar a otro ser humano como medio, sólo como fin, si es que nos interesa respetar su valía: ésa es la utilidad de no servir para nada, que humaniza.