Me parece un poco ocioso y sobre todo incómodo tener un blog/registro donde reúno los artículos que publico en medios impresos y otro blog donde escribo lo que no publico en tales medios. Así que a partir de hoy cierro “registro” y sólo mantendré “Pechuga de avestruz”, lo que me ayudará a actualizarlo más comúnmente. Saludos.
22.2.10
15.1.10
Soberbia, ignorancia y normalidad
29.12.09
El triunfo del mal
La farandulización de la política
17.11.09
Poema de los dones
Una vez más los diputados nos sorprendieron con sus grandes ideas. De forma inteligente y sagaz, al mismo tiempo que la UNAM ganaba el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, propusieron, entre otras tantas barbaridades, gravar con 3 por ciento las telecomunicaciones. ¿Cómo pueden equivocar tanto el rumbo? Y es que a sabiendas de la poca penetración que tiene la banda ancha en México (basta ver, por ejemplo, el informe “Next generation connectivity” del Berkman Center for Internet and Society de la Universidad de Harvard:http://www.fcc.gov/stage/pdf/Berkman_Center_Broadband_Study_13Oct09.pdf, para hallar a nuestro país en el último lugar de los 30 países de la OCDE que mide el estudio), ¿a quién se le ocurre dificultar el crecimiento de las comunicaciones vía impuestos? Por qué no, en lugar de subir el gravamen a las telecomunicaciones, lo eliminamos por completo y abrimos así una ventana de oportunidad para el crecimiento de estas benéficas tecnologías que no sólo ayudan a la divulgación del conocimiento, sino también abren nuevos mercados y generan crecimiento económico. Propongo que gravemos más la publicidad en la televisión abierta y destinemos dichos ingresos a una partida que tenga como fin incentivar la penetración de la banda ancha en el país, enfocándonos, por ejemplo, en los estudiantes: que no haya en México ningún estudiante sin acceso a internet. Y es que si por un lado es notorio el esfuerzo de la UNAM para utilizar internet como herramienta de educación y divulgación —por lo que desde hace años su web ocupa un lugar entre las mejores 100 páginas de universidades del mundo, de acuerdo con Webometrics http://www.webometrics.info/index_es.html—, de poco sirve este esfuerzo al desarrollo del país si las personas no tienen acceso a su contenido. Déjenme dar un ejemplo que no atañe a las personas en general, sino únicamente al uso que los estudiantes de licenciatura de la UNAM hacen de la Biblioteca Digital http://bidi.unam.mx/. No sé si exista un estudio al respecto, pero en mi experiencia como profesor de filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras, los muchachos simplemente no consultan la Bidi, por lo que, en lugar de utilizar bases de datos como JSTOR, donde pueden hallar artículos de las revistas de filosofía más importantes del mundo, unos cuántos buscan información en Google y el resto se conforma con los libros disponibles en las distintas bibliotecas. Tampoco consultan los recursos que los profesores les ponemos a la mano, como pueden ser blogs para vincular de forma más directa a los alumnos y a los profesores. En este sentido, se hallan en clara desventaja con ya no digamos alumnos de primer mundo, sino con aquellos que acuden a universidades privadas donde se tiene acceso universal a internet: hay conexión inalámbrica en todo el campus y la mayoría de los alumnos, si no es que todos, tienen alguna plataforma portátil con acceso a la red. Con estas facilidades, además, están en constante comunicación con sus maestros. En este contexto, es evidente que aumentar los impuestos a las telecomunicaciones sólo amplía la brecha entre quienes pueden pagar acceso a internet y quienes no pueden. Supongo que el argumento que está detrás del incremento es el siguiente, cínico como pocos: si la conexión vale, por decir algo, 400 pesos, con aumento o sin aumento los pobres no pueden pagar internet, así que el aumento en la tasa, porque sólo lo pagan quienes tienen dinero, es redistributivo. Sé que resulta odiosa la constante comparación que hacemos de México con Brasil, pero sería bueno tomar en cuenta lo siguiente: de las primeras 20 páginas que enlista Webometrics de universidades en Latinoamérica, 13 son brasileñas —incluyendo el primer lugar que perdió la UNAM para dejárselo a la Universidad de Sao Paulo—, mientras que apenas tres son mexicanas. Pongo este ejemplo porque, sin ninguna duda, debemos preguntarnos qué estamos haciendo mal, hace años que sólo vemos cómo países como Brasil y Chile, por hablar de Latinoamérica, se alejan de nosotros, mientras seguimos en este marasmo que no podemos sacudirnos, en parte porque nuestros gobernantes son muy duchos, hábiles y parlanchines para defender sus intereses y en parte porque los ciudadanos no sabemos indignarnos. Gravar las telecomunicaciones sólo es una puntada más en la lista de desatinos de los señores que dicen representarnos en el Congreso. Por internet pasa el futuro y ellos quieren que nos salga más caro. ¿De verdad no se les ocurren mejores propuestas que encarecernos y así dificultarnos el porvenir? ¿No resulta irónico que a la vez que el país, por medio de la UNAM, recibe el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, los diputados quieran alejarnos más de las telecomunicaciones? Me recuerdan la maestría de Dios de la que nos habla Borges en su Poema de los dones, pues, con magnífica ironía, nos dan a la vez los libros y la noche.En Campus |
Leviatán en Liliput
15.10.09
Los invirtuosos
La civilidad es donde se funda la conducta del buen ciudadano y en este sentido también es la fuente del resto de las virtudes cívicas: la solidaridad, el respeto, la tolerancia, la razonabilidad, por decir algunas.
Una sociedad carente de civilidad, como la nuestra, está conformada necesariamente por ciudadanos invirtuosos. Y resulta obvio, en México basta salir a dar un paseo para toparse con varios, es cosa de todos los días, demasiado común, encontrarse con personas perfectamente despreocupadas por la cosa pública —y no piensen sólo en quienes desde la seguridad de su coche no respetan a los peatones ni en los dueños que no limpian el excremento de su perro en el parque ni en los que tiran basura en las cañadas o en Insurgentes; piensen también en aquellos diputados que sólo buscan beneficiarse a costa de los demás, en los empresarios que desechan sus químicos en los ríos, en los secuestradores y en la policía y el Ejército que violan los derechos elementales de cualquier ser humano—.
Por lo anterior, es curioso que el Diccionario de la lengua española de la Real Academia de la Lengua diga que el adjetivo “invirtuoso” está en desuso desde hace tiempo, cuando en realidad tendríamos que usarlo con frecuencia. ¿Será que en España no hay invirtuosos y por eso la palabra ha caído en desuso? Porque aquí, caray, desgraciadamente nos sobran —la pregunta sobre España es retórica, ahí también hay invirtuosos de más—.
Pero volvamos a la idea de civilidad, esta noción se entiende mejor si la vemos como emanada del contrato social, que no es otra cosa que un contrato de asociación civil, como bien dice el filósofo José Rubio Carracedo. Esto lo que quiere decir es que la civilidad está íntimamente ligada a la idea de ciudadanía y, claro, la ciudadanía es paso fundamental para realizar nuestra humanidad, ya lo decía Rousseau: “no comenzamos a ser hombres más que después de ser ciudadanos”.
La civilidad en un primer sentido se relaciona con las formas, con ser civilizado, cortés, y por lo tanto implica autocontrol de las pasiones, de los exabruptos, de la sinrazón. La civilidad es sobria, recatada y racional, no es una historia de celos y desenfreno ni de borrachera y carnaval. Los ciudadanos debemos ser más filósofos modernos que amantes enloquecidos, más Descartes y Locke —lo digo por el lugar que le dan a la razón— que Otelo y Romeo. Así pues, como señala Rubio Carracedo, entendiéndola de esta forma la civilidad implica no sólo autodisciplina, también aprender ciertas actitudes y comportamientos. Así, nos dice: “habría que denunciar el escandaloso espectáculo, por descortés y malintencionado, que exhiben los diputados de la mayoría de los parlamentos democráticos, para quienes la civilidad no parece contar para nada, con la descortesía, la descalificación y hasta el insulto siempre a punto”.
Sin civilidad se complica la posibilidad de discutir de forma razonable los problemas y negociar salidas a ellos, “la deliberación democrática resulta imposible en ausencia de la civilidad”, dice Rubio Carracedo y nos sugiere que, a diferencia del mundo de los políticos, nadie tolera esas maneras en la sociedad civil, por ejemplo, cuesta trabajo imaginarse una reunión de banqueros o de científicos con tales modales.
Ahora, la civilidad no sólo es aprender modales de cortesía, la podemos entender sin duda en otro sentido complementario y más importante: como interés por el bien común y la cosa pública. Es decir, la civilidad es la virtud de buscar el bien propio ceñido siempre al bien común, circunscrito, pues, por el contrato social.
¿Y cómo hacemos para sacar adelante nuestra sociedad entre tantos invirtuosos? No hay forma, desde el liberalismo es teóricamente imposible manteniendo tal statu quo. Por lo tanto, si queremos defender a México como una comunidad justa de ciudadanos libres, necesitamos que estos invirtuosos se vuelvan virtuosos. Y la virtud, ya lo decía Aristóteles —no me he cansado de escribirlo en este espacio—, es algo que se aprende.
Queremos un país más seguro, con menos desempleo y más respeto entre las personas, pues enseñemos qué es el bien público, la tolerancia, la solidaridad. Las personas, así como no nacemos sabiendo leer, tampoco nacemos virtuosas. Dicho así, podemos entender que los invirtuosos son como los analfabetos, no es que sean perezosos o carezcan de interés —habrá casos aislados—, es por falta de oportunidades.
12.10.09
2.10.09
La utilidad de no servir para nada
Veamos, para Frondizi aquellos que desconocen completamente la filosofía suelen preguntar: ¿qué es la filosofía? Y si bien la pregunta parece la misma que se hace el filósofo: ¿qué es la filosofía?, son muy distintas. “Sí hombre”, dirá el profano, “pero si se escriben igual, díganme, filósofos, sin aburrirme, en qué se distinguen las preguntas”.
Demos una breve explicación filosófica: ninguna pregunta es inocente, aquel que pregunta encamina la respuesta. El profano, al querer saber qué es filosofía, espera una respuesta igual a la que resultaría de preguntar qué es París, pero la filosofía no se parece en nada a la capital de Francia. Es decir, no podemos dar así, de buenas a primeras, una respuesta a tal pregunta, para contestar tendríamos que hacer filosofía. Al escuchar esto, el profano intenta darle vuelta a la pregunta: “si no pueden decirme qué es, al menos díganme para qué sirve”. Ya dijimos que para nada: la filosofía, como el arte, no sirven y es que “servir de algo” es instrumental: el paraguas sirve para protegernos de la lluvia, los transbordadores para llevarnos al espacio, los edredones para calentarnos en las noches frías. Pero la filosofía no es un instrumento, es, más bien, un fin en sí mismo, un proyecto humano que engrandece el espíritu y nos humaniza.
La filosofía no tiene ataduras: no sirve para nada y, más importante aún, no le sirve a nadie. Si fuera un instrumento estaría atada a su utilidad, si estuviera al servicio de alguien sería mero adoctrinamiento. Además, el hombre es libre porque filosofa. Lo anterior no es trivial ni una frase pomposa y vacía como las de la mercadotecnia: podemos escoger cómo actuar, somos humanos cuando decidimos ser libres y nos levantamos ante el devenir, la inercia, lo dado —hay otras definiciones de libertad, pero aquí nos interesa la moral—.
La distinción entre el bien y el mal es humana; las ballenas, los delfines, los chimpancés, son inteligentes, podemos argumentar que tienen organización social, pero lo que no tienen es un discurso que justifique sus actos. Las ideas de bien y de mal no son otra cosa que adjetivos que califican enunciados de un procedimiento: cuando una mujer aborta o decide no abortar y justifica su conducta con buenas razones que los demás sean capaces de entender, esa mujer hace ética y ratifica su libertad, por eso he dicho en este espacio muchas veces que todo acto ético es liberador. Al decidir qué hacer afirmamos nuestra libertad moral.
Los seres humanos somos un proyecto. Así, bien dice Ortega y Gasset que somos una entidad cuyo ser consiste no en lo que es, sino en lo que aún no es. En ese sentido, somos una ficción porque hacemos de nuestro ser lo que se nos da la gana: cualquiera que hoy decida volverse cristiano puede volverse cristiano y quien quiera ser cínico, cruel, responsable, también puede escoger serlo.
Somos proyecto y la educación pública debe reflejar la idea de ser humano que tenemos como sociedad: por eso es laica y por eso tendría que educar seres libres, racionales, razonables, cívicos. Pero sucede que quienes gobiernan este país tienen una idea de hombre muy distinta y piensan que por ocupar el Ejecutivo tienen derecho a decidir cómo han de ser los ciudadanos.
Indigna que pretendieran borrar la filosofía, indigna que piensen reducir el presupuesto para la educación superior. Resulta desesperanzador inducir de sus actos la idea de hombre que tienen. Qué podemos concluir de la sola idea de reducir el presupuesto educativo, cuando tendría que ser no sólo prioritario, sino tener asignado por ley un mínimo no regateable: que no vale la pena educar a todos, basta con crear élites que dirijan, porque la educación no es un fin en sí mismo, es un vehículo, un instrumento. Y así también podemos inducir que para la camarilla que gobierna México, las personas no son seres humanos con la misma dignidad, son carne de cañón, empleados, obreros, instrumentos del capital.
La filosofía no sirve para nada y nos hace humanos. El arte no sirve para nada y nos hace humanos. Tampoco los humanos servimos para nada y es que, claro, servir es ser instrumento. En este sentido bien dijo Kant que no debemos tratar a otro ser humano como medio, sólo como fin, si es que nos interesa respetar su valía: ésa es la utilidad de no servir para nada, que humaniza.
21.9.09
De la autonomía individual a la universitaria
Creo que no se puede hablar de autonomía universitaria sin antes hablar de la autonomía de los individuos. Por eso comenzaré hablando del hombre, que es a la vez hablar de autonomía y de responsabilidad. Digo responsabilidad porque no tiene sentido juzgar la conducta de seres que no tienen la capacidad de escoger lo que hacen. Es evidente que resulta imposible afirmar que los perros, las ballenas o las cacatúas cuando actúan lo hacen bien o mal. Sólo las personas, por tener la capacidad de darse normas a sí mismas, pueden ser responsables de sus actos. En este sentido, el concepto de autonomía es tan viejo como la ética y es que autonomía, libertad y responsabilidad son asuntos que no pueden sino ir de la mano.
La autonomía es una idea valiosa, los seres humanos la valoramos profundamente por estar tan íntimamente ligada con nuestra libertad: somos humanos porque somos libres y cada vez que, tras reflexionar, actuamos según normas que nosotros escogimos, constatamos esta libertad, todo acto ético es liberador.
La autonomía se opone a la heteronomía, como señala Kant, que es la incapacidad de la voluntad de determinarse por sí para terminar dirigida desde fuera, por, digámoslo así, la voluntad de otras personas. Y es que ¿qué clase de ser humano es un hombre, una mujer, sin voluntad propia? Más que animales políticos, como nos define Aristóteles, somos seres con voluntad.
Y ya que hablamos de voluntad, es importante señalar que si bien deseamos ser autónomos, la autonomía no es buena en sí misma, es más bien un instrumento por medio del cual obramos por nosotros mismos en pos de un fin. Esto, sin embargo, no garantiza nada, y es que los seres humanos, al usar nuestra libertad, podemos actuar correctamente, pero también ser completamente irresponsables y darnos leyes, ya por egoísmo o ignorancia, que nos conduzcan al mal obrar.
En ese sentido, la capacidad para decidir cómo actuar no nos lleva forzosamente a actuar bien. Además, si sólo pudiéramos actuar bien no seríamos libres de nada, simplemente estaríamos determinados a hacer lo correcto. La autonomía, para dar buenos resultados, nos dice Kant, tiene que ir acompañada de una buena voluntad, de lo contrario un ser autónomo puede fácilmente terminar actuando de forma tan terrible como lo hace un secuestrador sanguinario o como Adolf Hitler.
La idea de autonomía, además de lo dicho hasta aquí, es fundamental para la democracia liberal. Sucede así porque una sociedad democrática, justa y estable debe estar conformada por ciudadanos que sean capaces de calcular qué necesitan para satisfacer sus ideas de bien que sean razonables. Esta capacidad que exaltamos se basa, sin duda, en la autonomía, la racionalidad y la razonabilidad.
La democracia, pues, necesita seres autónomos que puedan, por ejemplo, escoger libremente, y según sus intereses, por quién votar. Esto requiere de otorgar a todos los ciudadanos un conjunto mínimo de satisfactores de necesidades básicas para que puedan gozar de sus derechos. Así, queda señalado que existe otra relación importante de autonomía y democracia: esta última tiene como base defender la libertad de las personas. Lo anterior la fortalece, pues cuando los ciudadanos confirman que garantiza su autonomía, aprecian su sistema y lo respaldan. Esto, claro, porque, como ya se dijo, valoran la capacidad de decidir.
La felicidad es difícil de definir, incluso intentarlo es ambicioso y quizá soberbio; sin embargo, se puede abordar el asunto dando una definición amplia: los seres humanos felices son aquellos que logran realizar su idea de bien. Es decir, son aquellos capaces de definir de manera razonable sus deseos, dirigirse a ellos y satisfacerlos. Sin libertad no podemos escoger nuestra idea de bien ni, por tanto, ser felices como aquí lo definimos. Pues bien, la autonomía, tan ligada a la libertad, es instrumento básico de la felicidad. Sólo los seres autónomos pueden ser felices.
Hasta aquí he hablado de la autonomía individual, esto como preámbulo para hablar de la autonomía universitaria que, como se dijo, está ampliamente relacionada con la individual.
Déjenme comenzar así: el conocimiento y la felicidad están emparentados. Digo esto porque los dos necesitan de libertad. Así como los humanos no pueden ser felices sin autonomía, la universidad tampoco puede generar conocimiento sin libertad y es que donde reina la intolerancia, la Tierra, pese a todas las evidencias, sigue siendo plana.
Ahora, claro, igual que sucedía con la autonomía individual, con la universitaria sucede que no basta con ser autónomo para realizar conductas correctas; detrás de las normas que los universitarios se dan, debe haber una buena voluntad. La buena voluntad del individuo proviene de su razón, que tiene una parte racional y otra razonable.
Pues bien, en la universidad, como en la sociedad, para que los proyectos que se escogen cumplan con el propósito de la institución, debe existir una razón pública, en este caso universitaria, que no es otra cosa que una serie de cuerpos colegiados, que pueden variar de universidad a universidad pero que tienen en común ser el sitio ideal donde se reúnen los miembros indicados —saber qué características deben tener es otra discusión— para establecer las normas que permitan actuar de manera correcta en pos del conocimiento, la enseñanza y la cultura, sin tener en mente otros intereses que los de la universidad. Porque, como sucede con los individuos, si la voluntad actúa determinada por otras voluntades, se abandona la autonomía para caer en la heteronomía. Y una universidad que sigue normas heterónomas termina siendo prisionera de intereses ajenos a su labor, lo que la demerita y pone en jaque.
Desgraciadamente, sucede que esta razón pública universitaria no siempre consagra la autonomía. Esto porque aquellos que juegan el papel de la voluntad, le dan normas a la institución que no son las idóneas para el ámbito universitario, sino más bien para las pistas de un escenario político más amplio. Esta violación de la autonomía daña profundamente todo proyecto universitario dejando a la universidad rehén de las volubles circunstancias políticas.
Relacionado con lo anterior, recordemos que la democracia necesita seres humanos autónomos capaces de, por ejemplo, escoger libremente por quién votar, para esto es importante que los ciudadanos tengan garantizada la satisfacción de sus necesidades básicas. De igual forma, parte de la violación a la autonomía de las universidades pasa por el manejo que hacen del presupuesto aquellos que gobiernan el país. Usan el presupuesto como rienda: la sueltan o la jalan dependiendo de cómo quieran que avance el caballo. Las universidades, para no poner en juego su autonomía y sus proyectos, deberían por ley tener asignado un presupuesto que no pudiera regatearse hacia abajo.
27.8.09
Cacerolazo: exhorto a la indignación
Claridad, concisión y rigor
Decía en el artículo anterior que una virtud fundamental tanto del ensayo como de la conversación es la coherencia. Resulta sustantiva, entre otras cosas, para que los ciudadanos puedan expresar sus intereses, lo que permite que sean parte de la discusión pública.
Pues igual que es importante la coherencia, también lo son las virtudes que abordaremos hoy: la claridad, la concisión y el rigor. Ayudan a dialogar, a ser democrático, respetuoso de los demás, razonable, tolerante y, sobre todo, ayudan a ser escuchado, a comunicar los propios intereses y deseos.
Hablemos de la claridad. Wittgenstein afirma en su Tractatus Logico-Philosophicus que todo aquello que se puede decir, se puede decir con claridad. Así pues, la claridad es una meta del discurso, un intento por dejar ver sin artificios aquello que queremos comunicar. En este sentido, Schopenhauer —como recalca A.P. Martinich en su libro Philosophical Writing— dice que un filósofo siempre debe intentar ser claro y así, al escribir, evitar ser impetuoso y turbio como torrente y más bien tratar de ser un lago suizo que en su calma combina la profundidad y la claridad, porque la claridad de las aguas permite distinguir también su profundidad.
Señalemos ahora que la claridad, sin duda, depende de la audiencia a la cual se dirige un discurso. Así, una conversación sobre la estética de Heidegger puede ser perfectamente clara para un auditorio que domina la filosofía del alemán y, al mismo tiempo, ser completamente oscura para un grupo de astrofísicos que nunca lo hayan estudiado. Quien pretende escribir o hablar de forma clara debe saber a quién dirige su discurso y tener en mente qué cosas puede dar por sentadas y cuáles no. La claridad se encuentra entre lo críptico y lo redundante. No puede ser ni trivial ni incomprensible, es un intento de ser preciso y así evitar las ambigüedades y la vaguedad. Entonces, quien pretende ser claro debe evitar usar palabras o escribir frases que tengan más de un significado (ambigüedad) o que expresen conceptos de forma poco precisa (vaguedad).
Dicho esto, también tenemos que señalar que la claridad absoluta no existe y que, de hecho, no debe exigírsele a algún término más claridad de la que puede ofrecer: no es lo mismo una expresión científica que una moral, y no debe pedírseles a las segundas que cumplan con las exigencias de las primeras.
La falta de claridad, así como la incoherencia, también puede usarse como velo para distraer la atención y evitar dar la cara a cuestiones importantes. Los políticos y los amantes infieles son especialistas en ser ambiguos y vagos en sus respuestas. También los alumnos que no saben qué contestar en un examen y que, sin embargo, insisten en contestar, “quizá”, dice la expresión coloquial, “es chicle y pega”.
Hablemos ahora de la concisión. Dos dialogantes con buena voluntad pero falta de concisión podrían jamás llegar a un acuerdo por el simple hecho de que, por extenderse tanto, no terminaran de exponer sus puntos. Así pues, si partimos de la idea de que los humanos tenemos siempre el tiempo contado, es mejor un discurso corto que uno largo, si al final logran decir lo mismo.
Podríamos definir la concisión como mezcla de brevedad y contenido, Así, hablamos de una brevedad que ilumina y no de una que oscurece. Muchas veces es mejor explayarse en la exposición en pos de la claridad, que ser exiguo. Lo contrario es tirar al niño por la bañera. Debemos, pues, pretender ser breves sin dejar de decir lo que queremos. Esto es un equilibrio que ni la radio ni la televisión encuentran, la prisa no comunica.
El rigor es indispensable y, sin embargo, lo tenemos abandonado, a pocos les interesa, por ejemplo, la metodología de una encuesta y, no obstante, obviar la metodología es vaciar de valor los resultados. Éste es apenas un ejemplo de la falta de rigor que padecemos. El discurso diario de medios de comunicación, de políticos, de estudiantes, de opinólogos, por citar a algunos, carece de rigor, lo cual al fin de cuentas nos deja sólo con una carcaza de palabras que dicen poco y lo dicen mal. Ser riguroso es ser preciso y explícito. Ya hablamos de la precisión, hablemos ahora de ser explícito en el grado indicado. Serlo es mostrar aquello que resulta fundamental para dar fuerza a lo que se dice, la metodología de la encuesta, las fuentes de los datos con que se critica, etcétera. Lo contrario, la falta de rigor, es obviarlo todo.
4.8.09
Diálogo de incoherentes
Sin duda, uno de los aspectos más importantes de varias teorías del contrato social (entre ellas las de Rawls y Habermas) es la capacidad de los actores que participan del acuerdo —los ciudadanos ideales— de mantener un diálogo enteramente racional. Sólo entre personas que pueden expresar clara y racionalmente sus necesidades, intereses y deseos es posible debatir e intentar llegar a consensos sobre cuál de las opciones que se discuten es la mejor ruta para acercarse al bien común. En este proceso de alcanzar consensos, sin duda la virtud de ser razonable es fundamental, pues permite, por ejemplo, que las personas estén dispuestas a aceptar la fuerza de las razones de los otros.
De lo anterior, es importante recalcar que imaginarnos ciudadanos ideales no sólo permite construir hipótesis del supuesto diálogo que podrían tener entre ellos, y así crear propuestas de cómo debemos actuar en la sociedad de todos los días. También resulta que imaginar ciudadanos ideales indica un camino al cual deberíamos dirigir nuestros esfuerzos de ser y de educar. Entonces, si en el mundo hipotético necesitamos seres racionales y razonables capaces de expresar sus intereses, deseos y necesidades, ¿por qué en el mundo cotidiano no nos preocupamos por los discursos oscuros, incoherentes, faltos de rigor y llenos de verborrea que nos topamos todos los días ya no sólo en los medios de comunicación, en la calle, en los bares y en las aulas universitarias, sino también en la vida política? ¿Por qué, si es tan importante para la civilidad, no nos enseñan a dialogar?
José Gaos defiende que las personas, para ser buenos ciudadanos, deben aprender a manejar su lengua, y esto no se refiere sólo a tener conocimiento teórico de gramática y de historia literaria. Lo fundamental, nos dice, es que la gente “llegue a expresarse oralmente y por escrito con justa adecuación al tema y a la circunstancia ocasionales, lo que entrañará una disciplina del pensamiento, y aun del sentimiento y la voluntad”. No se trata, pues, de enseñar, como a nuestros acartonados y aburridos políticos, a mover las manos para indicar serenidad o decisión, sino enseñar a expresar ideas.
En mi artículo pasado defendí la virtud de guardar silencio como base para dialogar. Ahora defenderé cuatro virtudes que comparten la charla y el ensayo: la coherencia, la claridad, la concisión y el rigor. Manejarlas ayuda a decir lo que se quiere decir y, por ello, a dialogar en mejores condiciones.
Comencemos por la coherencia y revisemos a qué nos referimos cuando hablamos de ella. Para esto, creo que un buen primer paso es señalar las diferencias que existen entre ésta y la noción de sentido. Una frase con sentido es inteligible siempre y por ello no depende de dónde la situemos en un discurso. En cambio, sí decimos que una frase es coherente o incoherente según su lugar en éste. Así pues, el sentido y el sinsentido son absolutos, mientras que la coherencia y la incoherencia son relativas. En otras palabras, un sinsentido siempre es un sinsentido mientras que una frase incoherente puede, dependiendo de su relación con las que la anteceden y la siguen, volverse coherente. Kant tiene razón al subrayar la importancia de la razón práctica. Además, todo círculo es cuadrado.
Como se habrá notado —espero no haber sido muy burdo con mis ejemplos—, al terminar el párrafo anterior incluí una frase incoherente, la que habla de Kant, y una sin sentido. Espero que con esto quede clara la diferencia entre estas nociones: por un lado, la frase sobre Kant es perfectamente inteligible y se nota fuera de contexto, de ahí su falta de coherencia, pero no de sentido. Por el otro lado, la frase sobre geometría imposible —por definición no hay círculos cuadrados— es un notorio sinsentido, es como hablar del soltero casado. Así, pongámosla donde la pongamos, seguirá siendo inútil tratar de entenderla.
Entonces, si un párrafo incoherente es aquel que tiene frases incoherentes, un discurso o ensayo dejará de ser coherente cuando está plagado de párrafos desligados entre sí, que no se sostienen y apoyan juntos, incoherentes pues.
Destaquemos también que en las conversaciones existen respuestas incoherentes. Si me preguntan sobre Kant, no puedo contestar con un discurso acerca de Obama. Tampoco tendría por qué aceptar que me den una respuesta así. Y, sin embargo, en la vida política de este país, no sé si por hartazgo o condescendencia, aceptamos por respuesta cualquier incoherencia. Así, basta prender la radio —por no hablar del Congreso— para toparse con que los periodistas preguntan algo y sus muy célebres entrevistados responden cualquier cosa. Por ejemplo, hace unos días José Cárdenas le preguntó a César Nava, después de enumerar toda la evidencia, si era o no el delfín de Calderón para dirigir el PAN. Nava contestó cualquier cosa, usó la incoherencia como velo, al fin, en nuestra democracia —diálogo de incoherentes— nadie la castiga. Y esto porque estamos acostumbrados a la farsa y, sobre todo, porque quien carece de coherencia no identifica la incoherencia.
Desgraciadamente, cada año, en agosto, los salones de clase de las universidades se llenan de jóvenes estudiantes que algo saben de geografía, de historia, de biología, de física, etcétera, pero que no saben nada de coherencia. Y no saben porque nadie nunca les habló de sus cualidades e importancia y de lo terrible que es ignorarla. Así que hagámoslo: la coherencia, por un lado, nos permite mostrar a quien nos lee o escucha el hilo de nuestro discurso y en ese sentido no sólo le da fuerza a nuestro argumento, sino que nos ayuda a mostrar lo que queremos decir. Es una virtud de la conversación que echa luz. La incoherencia, por el contrario, esconde, es un velo que unos se ponen encima por ignorantes y otros —como Nava en el ejemplo aquí citado— por malicia y truco retórico. Como sea, debemos desterrarla, y es que una democracia donde dialogan los incoherentes no es otra cosa que, como el círculo cuadrado, un sinsentido.
La próxima vez hablaré de la concisión, la claridad y el rigor, también como virtudes del ensayo y la conversación.
En Campus
26.6.09
Loa de la incertidumbre (tercera parte)
11.6.09
Loa de la incertidumbre (segunda parte)
Decía en la primera parte de este artículo que la desconfianza en la incertidumbre se basaba de alguna manera en la crisis general que le hacía sombra a la Europa de aquella época —siglo XVII—. Aquí veremos que esta desconfianza también hallaba sustento en la forma como se entendía el escepticismo —bastante determinada por la idea que se tenía de conocimiento—.
En buena medida, podemos decir que en el siglo XVII, gracias a René Descartes, se hizo a un lado el hasta entonces común escepticismo pirrónico y se batalló, sobre todo, contra alguna forma de escepticismo académico. Las diferencias son notables pues, por un lado, los pirronistas no afirman que conocer sea posible, pero tampoco se aferran a la idea de que conocer es imposible. Así, afirmar cualquiera de las dos opciones, dicen, sería puro dogmatismo. “Los pirronistas son incrédulos y libres de toda doctrina. Ninguno ha dicho ni que todas las cosas son incognoscibles ni que las cosas son cognoscibles” dice Fotio de Constantinopla en su Biblioteca. De hecho, siguiendo al patriarca Fotio, podemos decir que los pirronistas ni siquiera aceptan la idea de que lo único determinado es que nada está determinado.
A diferencia del pirrónico, el escepticismo académico, contra el que Descartes lucha, afirma que conocer el mundo exterior es imposible. Tal presunción se basa en que —como el mismo Descartes explica en la primera de sus Meditaciones metafísicas— los sentidos suelen engañarnos y, por lo tanto, no parece posible tener seguridad de que los datos que por sí solos nos aportan sean verdaderos. En este sentido, Rorty nos dice: “el escepticismo tradicional se había inquietado principalmente por el 'problema del criterio'… este problema, que Descartes pensaba que había resuelto él mismo con 'el método de las ideas claras y distintas', tenía poco que ver con el problema de pasar del espacio interior al espacio exterior”.
El escepticismo contra el que lucha Descartes tiene implicaciones paralizantes y, a diferencia del pirrónico, que nos abandona en un mundo de criterios dudosos cuya verdad es meramente convencional, el escepticismo del siglo XVII nos deja sin mundo.
Pero no hay que perder de vista que tal escepticismo cobra fuerza en la raíz misma de la teoría del conocimiento que surge en el siglo XVII. Para Aristóteles, el conocimiento era la identidad entre la mente y el objeto conocido; así, el problema de la verdad, más que epistemológico, era metafísico: la verdad dependía del objeto conocido, ya una forma perenne o contingente. En cambio, para los filósofos del siglo XVII el conocimiento era una representación cierta en el, como diría Rorty, ojo de la mente. Certeza que dependía del juicio hecho por ese observador interior.
Este brinco conceptual, sin duda, permite la existencia de un escepticismo más virulento: ¿cómo saber que las representaciones que vemos en el escenario interior tienen alguna relación con el mundo si nuestros sentidos, por medio de los cuales obtenemos tal representación, suelen engañarnos? “Toda teoría que entienda el conocimiento como exactitud de la representación, y que afirme que sólo se puede estar razonablemente seguro sobre las representaciones, hará inevitable el escepticismo”, señala Rorty.
Este nuevo programa de conocimiento, la epistemología, cuya misión es, según Rorty, pulir el espejo interior para lograr representaciones más claras, halla en la lógica y las matemáticas un manantial de supuesta certidumbre con cierto poder predictivo. A partir de entonces algunos métodos de investigación se consideraron serios, racionales, mientras que otros, los que buscaban lo razonable, fueron menospreciados como simple literatura, “las cuestiones de coherencia formal y de prueba deductiva fueron adquiriendo así un prestigio especial y lograron una cierta certeza que nunca pudieron reclamar para sí otros tipos de perspectivas”, nos dice Toulmin.
Así, con el paso del tiempo los filósofos académicos llegaron a considerar que autores como Michel de Montaigne no eran en absoluto filósofos. El sueño racional se encumbró. A partir de entonces se depositaron muchas esperanzas en la razón humana, pues no sólo nos alejaba de las bestias, sino que parecía salvarnos de la incertidumbre, ya no sólo teórica, sino cotidiana. De esta esperanza surgieron algunos sueños racionales que veremos en la última parte de este artículo, como la construcción de una lengua universal para que los seres humanos expresáramos claramente y sin errores nuestras ideas.
En Campus
4.6.09
Loa de la incertidumbre (primera parte)
Fue hasta el siglo XVII que la razonabilidad como método de investigación fue expulsada del ámbito de la razón por ser, supuestamente, un camino laxo que llevaba sin remedio a conclusiones inciertas. No de otra forma, los discursos que carecían de rigor científico —matemático— fueron calificados y descartados como meras narrativas sentimentales.
A partir de entonces y hasta hace muy poco se dijo que a la razón sólo concernían las investigaciones serias, claras y ciertas. Sin embargo, aún en el siglo XVI, los argumentos razonables y bien sustentados tenían en el mundo del conocimiento humano tanta aceptación como las demostraciones matemáticas. Los humanistas confiaban plenamente en la retórica como un instrumento para librar obstáculos, al mismo tiempo que desconfiaban de la lógica como instrumento para resolver dilemas morales.
Así las cosas, no era raro encontrarse discursos como el ensayo Del arte de conversar, de Michel de Montaigne, en el cual el conocimiento lógico era tachado de meramente formal, como algo inútil para resolver los problemas de los hombres, “¿quién es capaz de no desconfiar de las ciencias, y quién no duda si de ellas puede sacarse algún fruto sólido para las necesidades de la vida, considerando el empleo que del saber hacemos?”, se pregunta. Y continúa: “¿quién ha conseguido un entendimiento con la lógica? ¿Dónde concluyen tantas hermosas promesas?”, si la lógica, al fin y al cabo —dice Montaigne con palabras de Cicerón—, “no enseña a vivir mejor ni a razonar más ventajosamente”.
La incertidumbre era bien acogida en 1580, cuando Montaigne publicó los primeros dos volúmenes de sus ensayos. Entonces se podía afirmar que la verdad no era el objetivo de las investigaciones humanas, “no está la verdad, como Demócrito decía, escondida en el fondo de los abismos, sino más bien elevada a una altura infinita, en el conocimiento divino”, escribe Montaigne. Así, “el mundo no es más que la escuela de la búsqueda”, concluye.
Sin embargo, en el siglo XVII algo aconteció que muchos dejaron de sentirse confortables con la posibilidad de que la incertidumbre pudiera convivir con el conocimiento.
Tanto Stephen Toulmin como Richard Rorty, muy críticos los dos con el mundo de la certeza que se comienza a construir a partir del siglo XVII, creen que fueron dos hechos históricos —muy ligados entre sí— los que ayudaron a que la retórica y lo razonable fueran desterrados del ámbito de los métodos de investigación: primero la crisis institucional que se vivía en Europa tras la Reforma protestante y, después, la terrible situación política, económica y humanitaria de la Guerra de los 30 Años y la subsecuente posguerra; al mismo tiempo, además, los sucesores de Copérnico ponían en duda el sistema cosmológico que ordenaba el mundo. Europa estaba sumida en una crisis general. Así, Rorty afirma que “el giro epistemológico realizado por Descartes quizá no se habría adueñado de la imaginación de Europa si no hubiera sido por una crisis de confianza en las instituciones establecidas”.
Toulmin, por otro lado, nos comenta: “en una Europa dividida por la guerra, la modestia de los humanistas del siglo XVI acerca del intelecto humano, y su gusto por la diversidad y la ambigüedad, se consideraban un lujo”. No de otra forma, “la aparente certeza de los métodos matemáticos de Galileo tenía un atractivo natural, y pronto éstos se extendieron”.
El giro epistemológico de Descartes al que Rorty se refiere es fundamental para el encumbramiento de la certeza. Hasta Montaigne, el escepticismo pirroniano era bien tolerado: se negaba la superioridad de una teoría sobre otra, había, por llamarlo, como lo hace Toulmin, escepticismo por la teoría, que “tuvo sus seguidores a finales del siglo XVI… y constituyó un reto para los pensadores y los escritores más jóvenes (René Descartes y Blaise Pascal, entre otros) que veían el mundo de otra manera”.
Cuando Galileo dejó la física especulativa y se dedicó a las mediciones precisas del movimiento de los cuerpos, logró postular la ley de la caída y de la trayectoria parabólica de los mismos —corría el siglo XVII—. Al hacerlo de una manera estrictamente matemática, “compuesta de deducciones formales que cumplían una cierta necesidad lógica”, señala Toulmin, “su nuevo método parecía proporcionar una manera de superar las incertidumbres, ambigüedades y desacuerdos que la gente había tolerado —e incluso disfrutado— en el ámbito de las humanidades”.
Descartes se sumó al proyecto de Galileo enseguida para intentar salvarse de la incertidumbre, el nuevo método se irguió como superior y descartó los demás. La incertidumbre y la razonabilidad eran expulsadas del conocimiento, Complicándole la vida a la filosofía moral. Ya volveremos al punto en este espacio.
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5.5.09
De taxidermistas e incensarios
En Campus
21.4.09
17.4.09
Prender el asador
En aquel entonces, el periodismo en nuevos medios —especialmente internet— cobraba vigor y se debatía sobre cuál era el mejor formato de negocio para los portales de los grandes diarios, gratuitos o de libre acceso, por ejemplo. La publicidad en la red aún era escasa y quienes apostaban por la revolución digital perdían dinero con miras al futuro, pensando que el tránsito natural de sus lectores sería del formato de papel al digital.
Y esto sucedió en parte, pero sólo en parte, porque si bien es cierto que un amplio grupo de personas dejó la edición de papel para leerla en la pantalla, otros tantos no sólo abandonaron la versión tradicional del periódico, sino también la de internet. Así, ya no recurren únicamente al quiosco o los portales de los diarios para enterarse del estado de cosas nacional o internacional; acuden a blogs, a redes sociales, a concentradores de noticias. La prensa perdió su hegemonía.
Más grave que la migración de lectores ha sido la fuga de publicidad. En internet, por ejemplo, Google concentra más de la mitad. Además, los anuncios clasificados se trasladaron del papel a sitios especializados en la red, donde es mucho más fácil buscar, anunciarse, comprar, intercambiar, vender. Los periódicos perdieron buena parte de su tajada. En tal contexto, la pregunta que hacía el profesor de Northwestern University hace nueve años deja de ser la más relevante; el asunto urgente ya no es si desaparecerán los diarios en su formato de papel, es, más bien, si desaparecerán los diarios.
En este punto debo decir que la pregunta es retórica, pues a la vez que es cierto que en Francia y en Estados Unidos, por decir algo, los periódicos más emblemáticos, por no hablar de los diarios locales, se encuentran en serios apuros económicos, también resulta evidente que, más que disminuir, el consumo de información aumenta. El asunto no está en que las personas no quieran saber, es que quieren enterarse de otra forma. La prensa debe transformarse.
Al respecto debo señalar que los periódicos cometen muchos errores, déjenme enlistar algunos relativos a la prensa de nuestro país: 1) nadie acude a un diario mexicano para leer su sección internacional, esto porque sólo copian y pegan notas de agencia. Si no le añaden contexto, análisis, no veo el motivo para acudir a sus páginas; 2) el adelgazamiento de las secciones culturales es otro ejemplo. Si bien parece ahorrarles unos pesos, en la visión global aseguro que pierden. Es fácil ver que las secciones culturales no son capaces de atraer publicidad directamente, pero generan valor y estima; 3) la baja calidad de los redactores, editores y reporteros repugna, sus faltas y errores son como cucarachas en el techo de un restorán.
Por último, señalaré el que a mi parecer es el error más profundo: 4) los diarios han perdido credibilidad gracias a su poca calidad, a su avaricia pero, sobre todo, por entregarse lujuriosamente al carnaval de la inmoralidad: no les importa difamar, mentir, ser parciales con tal de ganar dinero y defender sus intereses. Hoy una noticia en el periódico es como una entrada de Wikipedia; necesitamos contrastarla. Parece más rumor que periodismo. Lo peor es que la crisis de los diarios se refleja en los otros medios informativos, no pasemos por alto que radio y televisión basan en gran medida su contenido en noticias impresas, a esto Bourdieu lo llama circularidad.
En la actualidad, podemos encontrar en cualquier parte las notas de agencia, basta un botonazo del mouse. Lo que no es común son las buenas plumas, las investigaciones a fondo, la altura moral. Claro que los diarios deben reinventarse en cuanto a formato y buscar nuevas formas de atraerse publicidad, pero también es cierto que deben revalorar el trabajo periodístico y retomar el camino de la calidad. Las notas bien escritas siempre tendrán público, igual que las buenas columnas.
La irresponsabilidad de los medios, como la de los corredores de bolsa, es en buena parte la culpable de su situación actual. La crisis hará que las empresas automovilísticas produzcan coches más pequeños y verdes. Así también es de esperar que lleve a los medios a buscar alternativas: o convertirse en tabloides con portadas eróticas y notas amarillistas o a buscar el nicho de la calidad y los principios morales: definan un código de ética, formen un comité que lo vigile, busquen plumas inteligentes, construyan contexto, analicen, expliquen, aléjense de las mieles del poder: investiguen, echen luz sobre las corruptelas y verán que salen airosos de la crisis.
Apunte final: los periódicos de papel seguirán existiendo, igual que las revistas, los libros, los acetatos, hay personas que valoran el objeto. Además, como alguna vez me dijo un compañero, “con tu compu no puedes prender el asador”.
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