4.6.09

Loa de la incertidumbre (primera parte)

Fue hasta el siglo XVII que la razonabilidad como método de investigación fue expulsada del ámbito de la razón por ser, supuestamente, un camino laxo que llevaba sin remedio a conclusiones inciertas. No de otra forma, los discursos que carecían de rigor científico —matemático— fueron calificados y descartados como meras narrativas sentimentales.

A partir de entonces y hasta hace muy poco se dijo que a la razón sólo concernían las investigaciones serias, claras y ciertas. Sin embargo, aún en el siglo XVI, los argumentos razonables y bien sustentados tenían en el mundo del conocimiento humano tanta aceptación como las demostraciones matemáticas. Los humanistas confiaban plenamente en la retórica como un instrumento para librar obstáculos, al mismo tiempo que desconfiaban de la lógica como instrumento para resolver dilemas morales.

Así las cosas, no era raro encontrarse discursos como el ensayo Del arte de conversar, de Michel de Montaigne, en el cual el conocimiento lógico era tachado de meramente formal, como algo inútil para resolver los problemas de los hombres, “¿quién es capaz de no desconfiar de las ciencias, y quién no duda si de ellas puede sacarse algún fruto sólido para las necesidades de la vida, considerando el empleo que del saber hacemos?”, se pregunta. Y continúa: “¿quién ha conseguido un entendimiento con la lógica? ¿Dónde concluyen tantas hermosas promesas?”, si la lógica, al fin y al cabo —dice Montaigne con palabras de Cicerón—, “no enseña a vivir mejor ni a razonar más ventajosamente”.

La incertidumbre era bien acogida en 1580, cuando Montaigne publicó los primeros dos volúmenes de sus ensayos. Entonces se podía afirmar que la verdad no era el objetivo de las investigaciones humanas, “no está la verdad, como Demócrito decía, escondida en el fondo de los abismos, sino más bien elevada a una altura infinita, en el conocimiento divino”, escribe Montaigne. Así, “el mundo no es más que la escuela de la búsqueda”, concluye.

Sin embargo, en el siglo XVII algo aconteció que muchos dejaron de sentirse confortables con la posibilidad de que la incertidumbre pudiera convivir con el conocimiento.

Tanto Stephen Toulmin como Richard Rorty, muy críticos los dos con el mundo de la certeza que se comienza a construir a partir del siglo XVII, creen que fueron dos hechos históricos —muy ligados entre sí— los que ayudaron a que la retórica y lo razonable fueran desterrados del ámbito de los métodos de investigación: primero la crisis institucional que se vivía en Europa tras la Reforma protestante y, después, la terrible situación política, económica y humanitaria de la Guerra de los 30 Años y la subsecuente posguerra; al mismo tiempo, además, los sucesores de Copérnico ponían en duda el sistema cosmológico que ordenaba el mundo. Europa estaba sumida en una crisis general. Así, Rorty afirma que “el giro epistemológico realizado por Descartes quizá no se habría adueñado de la imaginación de Europa si no hubiera sido por una crisis de confianza en las instituciones establecidas”.

Toulmin, por otro lado, nos comenta: “en una Europa dividida por la guerra, la modestia de los humanistas del siglo XVI acerca del intelecto humano, y su gusto por la diversidad y la ambigüedad, se consideraban un lujo”. No de otra forma, “la aparente certeza de los métodos matemáticos de Galileo tenía un atractivo natural, y pronto éstos se extendieron”.

El giro epistemológico de Descartes al que Rorty se refiere es fundamental para el encumbramiento de la certeza. Hasta Montaigne, el escepticismo pirroniano era bien tolerado: se negaba la superioridad de una teoría sobre otra, había, por llamarlo, como lo hace Toulmin, escepticismo por la teoría, que “tuvo sus seguidores a finales del siglo XVI… y constituyó un reto para los pensadores y los escritores más jóvenes (René Descartes y Blaise Pascal, entre otros) que veían el mundo de otra manera”.

Cuando Galileo dejó la física especulativa y se dedicó a las mediciones precisas del movimiento de los cuerpos, logró postular la ley de la caída y de la trayectoria parabólica de los mismos —corría el siglo XVII—. Al hacerlo de una manera estrictamente matemática, “compuesta de deducciones formales que cumplían una cierta necesidad lógica”, señala Toulmin, “su nuevo método parecía proporcionar una manera de superar las incertidumbres, ambigüedades y desacuerdos que la gente había tolerado —e incluso disfrutado— en el ámbito de las humanidades”.

Descartes se sumó al proyecto de Galileo enseguida para intentar salvarse de la incertidumbre, el nuevo método se irguió como superior y descartó los demás. La incertidumbre y la razonabilidad eran expulsadas del conocimiento, Complicándole la vida a la filosofía moral. Ya volveremos al punto en este espacio.

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