11.6.09

Loa de la incertidumbre (segunda parte)

Decía en la primera parte de este artículo que la desconfianza en la incertidumbre se basaba de alguna manera en la crisis general que le hacía sombra a la Europa de aquella época —siglo XVII—. Aquí veremos que esta desconfianza también hallaba sustento en la forma como se entendía el escepticismo —bastante determinada por la idea que se tenía de conocimiento—.

En buena medida, podemos decir que en el siglo XVII, gracias a René Descartes, se hizo a un lado el hasta entonces común escepticismo pirrónico y se batalló, sobre todo, contra alguna forma de escepticismo académico. Las diferencias son notables pues, por un lado, los pirronistas no afirman que conocer sea posible, pero tampoco se aferran a la idea de que conocer es imposible. Así, afirmar cualquiera de las dos opciones, dicen, sería puro dogmatismo. “Los pirronistas son incrédulos y libres de toda doctrina. Ninguno ha dicho ni que todas las cosas son incognoscibles ni que las cosas son cognoscibles” dice Fotio de Constantinopla en su Biblioteca. De hecho, siguiendo al patriarca Fotio, podemos decir que los pirronistas ni siquiera aceptan la idea de que lo único determinado es que nada está determinado.

A diferencia del pirrónico, el escepticismo académico, contra el que Descartes lucha, afirma que conocer el mundo exterior es imposible. Tal presunción se basa en que —como el mismo Descartes explica en la primera de sus Meditaciones metafísicas— los sentidos suelen engañarnos y, por lo tanto, no parece posible tener seguridad de que los datos que por sí solos nos aportan sean verdaderos. En este sentido, Rorty nos dice: “el escepticismo tradicional se había inquietado principalmente por el 'problema del criterio'… este problema, que Descartes pensaba que había resuelto él mismo con 'el método de las ideas claras y distintas', tenía poco que ver con el problema de pasar del espacio interior al espacio exterior”.

El escepticismo contra el que lucha Descartes tiene implicaciones paralizantes y, a diferencia del pirrónico, que nos abandona en un mundo de criterios dudosos cuya verdad es meramente convencional, el escepticismo del siglo XVII nos deja sin mundo.

Pero no hay que perder de vista que tal escepticismo cobra fuerza en la raíz misma de la teoría del conocimiento que surge en el siglo XVII. Para Aristóteles, el conocimiento era la identidad entre la mente y el objeto conocido; así, el problema de la verdad, más que epistemológico, era metafísico: la verdad dependía del objeto conocido, ya una forma perenne o contingente. En cambio, para los filósofos del siglo XVII el conocimiento era una representación cierta en el, como diría Rorty, ojo de la mente. Certeza que dependía del juicio hecho por ese observador interior.

Este brinco conceptual, sin duda, permite la existencia de un escepticismo más virulento: ¿cómo saber que las representaciones que vemos en el escenario interior tienen alguna relación con el mundo si nuestros sentidos, por medio de los cuales obtenemos tal representación, suelen engañarnos? “Toda teoría que entienda el conocimiento como exactitud de la representación, y que afirme que sólo se puede estar razonablemente seguro sobre las representaciones, hará inevitable el escepticismo”, señala Rorty.

Este nuevo programa de conocimiento, la epistemología, cuya misión es, según Rorty, pulir el espejo interior para lograr representaciones más claras, halla en la lógica y las matemáticas un manantial de supuesta certidumbre con cierto poder predictivo. A partir de entonces algunos métodos de investigación se consideraron serios, racionales, mientras que otros, los que buscaban lo razonable, fueron menospreciados como simple literatura, “las cuestiones de coherencia formal y de prueba deductiva fueron adquiriendo así un prestigio especial y lograron una cierta certeza que nunca pudieron reclamar para sí otros tipos de perspectivas”, nos dice Toulmin.

Así, con el paso del tiempo los filósofos académicos llegaron a considerar que autores como Michel de Montaigne no eran en absoluto filósofos. El sueño racional se encumbró. A partir de entonces se depositaron muchas esperanzas en la razón humana, pues no sólo nos alejaba de las bestias, sino que parecía salvarnos de la incertidumbre, ya no sólo teórica, sino cotidiana. De esta esperanza surgieron algunos sueños racionales que veremos en la última parte de este artículo, como la construcción de una lengua universal para que los seres humanos expresáramos claramente y sin errores nuestras ideas.

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