21.9.09

De la autonomía individual a la universitaria

Creo que no se puede hablar de autonomía universitaria sin antes hablar de la autonomía de los individuos. Por eso comenzaré hablando del hombre, que es a la vez hablar de autonomía y de responsabilidad. Digo responsabilidad porque no tiene sentido juzgar la conducta de seres que no tienen la capacidad de escoger lo que hacen. Es evidente que resulta imposible afirmar que los perros, las ballenas o las cacatúas cuando actúan lo hacen bien o mal. Sólo las personas, por tener la capacidad de darse normas a sí mismas, pueden ser responsables de sus actos. En este sentido, el concepto de autonomía es tan viejo como la ética y es que autonomía, libertad y responsabilidad son asuntos que no pueden sino ir de la mano.

La autonomía es una idea valiosa, los seres humanos la valoramos profundamente por estar tan íntimamente ligada con nuestra libertad: somos humanos porque somos libres y cada vez que, tras reflexionar, actuamos según normas que nosotros escogimos, constatamos esta libertad, todo acto ético es liberador.

La autonomía se opone a la heteronomía, como señala Kant, que es la incapacidad de la voluntad de determinarse por sí para terminar dirigida desde fuera, por, digámoslo así, la voluntad de otras personas. Y es que ¿qué clase de ser humano es un hombre, una mujer, sin voluntad propia? Más que animales políticos, como nos define Aristóteles, somos seres con voluntad.

Y ya que hablamos de voluntad, es importante señalar que si bien deseamos ser autónomos, la autonomía no es buena en sí misma, es más bien un instrumento por medio del cual obramos por nosotros mismos en pos de un fin. Esto, sin embargo, no garantiza nada, y es que los seres humanos, al usar nuestra libertad, podemos actuar correctamente, pero también ser completamente irresponsables y darnos leyes, ya por egoísmo o ignorancia, que nos conduzcan al mal obrar.

En ese sentido, la capacidad para decidir cómo actuar no nos lleva forzosamente a actuar bien. Además, si sólo pudiéramos actuar bien no seríamos libres de nada, simplemente estaríamos determinados a hacer lo correcto. La autonomía, para dar buenos resultados, nos dice Kant, tiene que ir acompañada de una buena voluntad, de lo contrario un ser autónomo puede fácilmente terminar actuando de forma tan terrible como lo hace un secuestrador sanguinario o como Adolf Hitler.

La idea de autonomía, además de lo dicho hasta aquí, es fundamental para la democracia liberal. Sucede así porque una sociedad democrática, justa y estable debe estar conformada por ciudadanos que sean capaces de calcular qué necesitan para satisfacer sus ideas de bien que sean razonables. Esta capacidad que exaltamos se basa, sin duda, en la autonomía, la racionalidad y la razonabilidad.

La democracia, pues, necesita seres autónomos que puedan, por ejemplo, escoger libremente, y según sus intereses, por quién votar. Esto requiere de otorgar a todos los ciudadanos un conjunto mínimo de satisfactores de necesidades básicas para que puedan gozar de sus derechos. Así, queda señalado que existe otra relación importante de autonomía y democracia: esta última tiene como base defender la libertad de las personas. Lo anterior la fortalece, pues cuando los ciudadanos confirman que garantiza su autonomía, aprecian su sistema y lo respaldan. Esto, claro, porque, como ya se dijo, valoran la capacidad de decidir.

La felicidad es difícil de definir, incluso intentarlo es ambicioso y quizá soberbio; sin embargo, se puede abordar el asunto dando una definición amplia: los seres humanos felices son aquellos que logran realizar su idea de bien. Es decir, son aquellos capaces de definir de manera razonable sus deseos, dirigirse a ellos y satisfacerlos. Sin libertad no podemos escoger nuestra idea de bien ni, por tanto, ser felices como aquí lo definimos. Pues bien, la autonomía, tan ligada a la libertad, es instrumento básico de la felicidad. Sólo los seres autónomos pueden ser felices.

Hasta aquí he hablado de la autonomía individual, esto como preámbulo para hablar de la autonomía universitaria que, como se dijo, está ampliamente relacionada con la individual.

Déjenme comenzar así: el conocimiento y la felicidad están emparentados. Digo esto porque los dos necesitan de libertad. Así como los humanos no pueden ser felices sin autonomía, la universidad tampoco puede generar conocimiento sin libertad y es que donde reina la intolerancia, la Tierra, pese a todas las evidencias, sigue siendo plana.

Y si, como decíamos, la felicidad es la realización de los deseos del individuo, el conocimiento y la enseñanza son la culminación del proyecto universitario.
Establecida esta conexión, sostengo que así como la democracia es el baluarte que garantiza la libertad individual, también ha de ser el sistema que defienda la autonomía universitaria que no puede verse como un capricho. Lo anterior porque la libertad es fundamental para conocer y enseñar, una universidad atada a los designios políticos está trunca.

Ahora, claro, igual que sucedía con la autonomía individual, con la universitaria sucede que no basta con ser autónomo para realizar conductas correctas; detrás de las normas que los universitarios se dan, debe haber una buena voluntad. La buena voluntad del individuo proviene de su razón, que tiene una parte racional y otra razonable.

Pues bien, en la universidad, como en la sociedad, para que los proyectos que se escogen cumplan con el propósito de la institución, debe existir una razón pública, en este caso universitaria, que no es otra cosa que una serie de cuerpos colegiados, que pueden variar de universidad a universidad pero que tienen en común ser el sitio ideal donde se reúnen los miembros indicados —saber qué características deben tener es otra discusión— para establecer las normas que permitan actuar de manera correcta en pos del conocimiento, la enseñanza y la cultura, sin tener en mente otros intereses que los de la universidad. Porque, como sucede con los individuos, si la voluntad actúa determinada por otras voluntades, se abandona la autonomía para caer en la heteronomía. Y una universidad que sigue normas heterónomas termina siendo prisionera de intereses ajenos a su labor, lo que la demerita y pone en jaque.

Desgraciadamente, sucede que esta razón pública universitaria no siempre consagra la autonomía. Esto porque aquellos que juegan el papel de la voluntad, le dan normas a la institución que no son las idóneas para el ámbito universitario, sino más bien para las pistas de un escenario político más amplio. Esta violación de la autonomía daña profundamente todo proyecto universitario dejando a la universidad rehén de las volubles circunstancias políticas.

Relacionado con lo anterior, recordemos que la democracia necesita seres humanos autónomos capaces de, por ejemplo, escoger libremente por quién votar, para esto es importante que los ciudadanos tengan garantizada la satisfacción de sus necesidades básicas. De igual forma, parte de la violación a la autonomía de las universidades pasa por el manejo que hacen del presupuesto aquellos que gobiernan el país. Usan el presupuesto como rienda: la sueltan o la jalan dependiendo de cómo quieran que avance el caballo. Las universidades, para no poner en juego su autonomía y sus proyectos, deberían por ley tener asignado un presupuesto que no pudiera regatearse hacia abajo.

En fin, la autonomía, ya individual o universitaria, es instrumento de libertad, es la posibilidad de ser feliz en un caso y de generar conocimiento en el otro. En ambos es camino para construir un mejor país, con gente feliz y educada.

No hay comentarios: